Imagen referencial. Foto: Flickr Lisa Brewster (CC BY-SA 2.0)
10 May. 15 / (ACI/EWTN Noticias).-Algunas personas creen que los corruptos no tienen
conciencia y que por eso viven “felices” derrochando todo lo que se han robado
y haciendo lo que les venga en gana, sin que su conciencia les diga nada.
Hace
días leí en el libro: “Diálogo de la fortaleza contra la tribulación”, de Santo
Tomás Moro, lo que él dice sobre la conciencia de esta gente, que sí la tienen
y tratan de mantenerla callada y alejada porque sí les atormenta, y bastante.
A
continuación copio las palabras textuales de Santo Tomás Moro para que nos
demos cuenta que nadie que obra mal en esta vida puede ser feliz y vivir
tranquilo consigo mismo, porque sabe que tarde o temprano va a morir y que Dios
le pedirá cuentas de todo lo que hizo.
Dice
Santo Tomás Moro: “Imagina a un hombre que abunda en prosperidad material y que
está hundido en muchos graves pecados que tiene por placeres. Dios, queriendo
en su bondad llamarle a la gracia, pone de vez en cuando un remordimiento en su
mente, por ejemplo, al acostarse, y le hace quedarse un rato pensando. Empieza
entonces a recordar su vida, y de ahí pasa a considerar su muerte: de cómo
tendrá que dejar pronto toda su riqueza en este mundo y desde ese momento
marchar en solitario, sin saber cuándo ni adónde tendrá que hacer ese viaje, ni
vislumbrar qué compañía encontrará allí. Empieza a pensar que sería bueno
asegurarse y quedarse tranquilo, mostrando de este modo ser prudente no sea que
existan de verdad esos espantajos negruzcos que la gente llama diablos, y cuyas
torturas solía tomar por cuentos”.
Y
sigue: “Estos pensamientos, si calan dentro, son una seria tribulación, y si
agarra la gracia que Dios le ofrece con ellos, una tribulación saludable. Le
confortará mucho recordar que, por medio de ella, Dios le llama a casa, fuera
del país del pecado en el que tanto tiempo vivió, a la tierra prometida que
mana leche y miel. Si sigue esta llamada, como hacen muchos y muy bien, su pena
se hará alegría. Se gozará en cambiar de vida, abandonar sus disolutos deseos y
hacer penitencia por sus pecados, empleando ahora su tiempo en mejores
ocupaciones. En algunos, esta llamada de Dios causa tristeza; les repugna dejar
los pecaminosos deseos que cuelgan en sus corazones, sobre todo si viven de tal
guisa que se hace necesario o dejarlo a caer todavía más en pecado. Si han
hecho tanto daño que tendrían mucho que restituir para seguir a Dios, mermando
así notablemente su fortuna, estas gentes, ay, están terriblemente angustiadas
porque Dios, en su gran bondad, sigue aguijoneándoles a menudo, y el dolor del
remordimiento les punza el corazón y huyen; y van a la carne buscando ayuda y
ocupación, para librarse de tal pensamiento. Arreglan entonces la almohada,
reclinan con mayor cuidado la cabeza e intentan dormirse y, cuando no lo
consiguen, encuentran tema del que charlar con los que yacen al lado. Si esto
tampoco da resultado, se quedan acostados ansiando que venga el día, y en
cuanto llega, se lanzan otra vez a su mundana bajeza, al tajo de su bienestar,
a los pecados que más disgustan a Dios. Y a la larga, pertinaces en su mala
conducta, Dios los arroja del todo. Entonces ni Dios ni diablo les importa:
cuando el pecador alcanza el abismo viene la desvergüenza, y entonces nada les
importa sino sólo el miedo mundano que puede sobrevenir al azar o el que debe
de llegar a la fuerza (bien lo sabe) por la muerte.”
Y cuando a esta gente le llega la muerte Santo
Tomás Moro dice lo siguiente: “Mas, ay, cuando viene la muerte, viene otra vez
su dolor. La blandura del lecho no servirá entonces de nada. Ninguna compañía
le hará alegrarse. Tendrá que dejar a un lado el honor y el consuelo de su
gloria, y yacer palpitando en su cama como si estuviera en un potro de
tormentos. Viene entonces el miedo de su mala vida pasada y el de su espantosa
muerte. Viene entonces el tormento de su conciencia onerosa y el temor del
juicio severo. El diablo le conduce a la desesperación con la imaginación del
infierno, pero ahora no le permite que se lo tome a broma. Y si lo hace, ese
miserable descubre que no es un cuento. Maldito el tiempo que la gente
desaprovecha sin pensar en esto”…
Sólo
me queda decir que ante esas palabras de Santo Tomás Moro, que demuestran lo
triste y atormentada que es la vida de un corrupto, yo sigo el consejo del Papa
Francisco quien nos dijo a los cristianos: “Recemos por los corruptos para que
se conviertan, pidan perdón y devuelvan ¡todo! lo robado porque si no los
perros del infierno se chuparán su sangre”.
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