Mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma
2015
[TEXTO COMPLETO]
El Papa Francisco celebrando la Misa del 1 de enero en la Basílica de
San Pedro por la Solemnidad de María Madre de Dios. Foto Petrik Bohumil / ACI
Prensa
VATICANO, 27 Ene. 15 / 09:31 am (ACI).- Hoy se dio a conocer el mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma 2015 que lleva como título “Fortalezcan sus corazones”. El texto
ha sido dado a conocer por la Sala Stampa de la Santa Sede en
conferencia de prensa. Los idiomas en los que puede encontrarse son el
italiano, español, inglés, polaco, alemán, francés y árabe.
A
continuación el texto completo en español:
«Fortalezcan
sus corazones» (St 5,8)
Queridos
hermanos y hermanas:
La
Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades y para cada creyente. Pero
sobre todo es un «tiempo de gracia» (2 Co 6,2). Dios no nos pide nada que no
nos haya dado antes: «Nosotros amemos a Dios porque él nos amó primero» (1 Jn
4,19). Él no es indiferente a nosotros. Está interesado en cada uno de
nosotros, nos conoce por nuestro nombre, nos cuida y nos busca cuando lo
dejamos.
Cada
uno de nosotros le interesa; su amor le impide ser indiferente a lo que nos
sucede. Pero ocurre que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos
de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus
problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces
nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto,
y me olvido de quienes no están bien. Esta actitud egoísta, de indiferencia, ha
alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una
globalización de la indiferencia. Se trata de un malestar que tenemos que
afrontar como cristianos.
Cuando
el pueblo de Dios se convierte a su amor, encuentra las respuestas a las
preguntas que la historia le plantea continuamente. Uno de los desafíos más
urgentes sobre los que quiero detenerme en este Mensaje es el de la
globalización de la indiferencia.
La
indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una tentación real también para
los cristianos. Por eso, necesitamos oír en cada Cuaresma el grito de los
profetas que levantan su voz y nos despiertan.
Dios
no es indiferente al mundo, sino que lo ama hasta el punto de dar a su Hijo por
la salvación de cada hombre. En la encarnación, en la vida terrena, en la muerte y resurrección del Hijo
de Dios, se abre definitivamente la puerta entre Dios y el hombre, entre
el cielo y
la tierra.
Y
la Iglesia es como la mano que tiene abierta esta puerta mediante la
proclamación de la Palabra, la celebración de los sacramentos,
el testimonio de la fe que actúa por la caridad (cf. Ga 5,6). Sin embargo, el
mundo tiende a cerrarse en sí mismo y a cerrar la puerta a través de la cual
Dios entra en el mundo y el mundo en Él. Así, la mano, que es la Iglesia, nunca
debe sorprenderse si es rechazada, aplastada o herida.
El
pueblo de Dios, por tanto, tiene necesidad de renovación, para no ser
indiferente y para no cerrarse en sí mismo. Querría proponerles tres pasajes
para meditar acerca de esta renovación.
1.
«Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26) – La Iglesia
La
caridad de Dios que rompe esa cerrazón mortal en sí mismos de la indiferencia,
nos la ofrece la Iglesia con sus enseñanzas y, sobre todo, con su testimonio.
Sin embargo, sólo se puede testimoniar lo que antes se ha experimentado. El
cristiano es aquel que permite que Dios lo revista de su bondad y misericordia,
que lo revista de Cristo, para llegar a ser como Él, siervo de Dios y de los
hombres.
Nos
lo recuerda la liturgia del Jueves Santo con
el rito del lavatorio de los pies. Pedro no quería que Jesús le lavase los
pies, pero después entendió que Jesús no quería ser sólo un ejemplo de cómo
debemos lavarnos los pies unos a otros. Este servicio sólo lo puede hacer quien
antes se ha dejado lavar los pies por Cristo. Sólo éstos tienen
"parte" con Él (Jn 13,8) y así pueden servir al hombre.
La
Cuaresma es un tiempo propicio para dejarnos servir por Cristo y así llegar a
ser como Él. Esto sucede cuando escuchamos la Palabra de Dios y cuando
recibimos los sacramentos, en particular la Eucaristía. En ella nos convertimos
en lo que recibimos: el cuerpo de Cristo. En él no hay lugar para la
indiferencia, que tan a menudo parece tener tanto poder en nuestros corazones.
Quien es de Cristo pertenece a un solo cuerpo y en Él no se es indiferente
hacia los demás. «Si un miembro sufre, todos sufren con él; y si un miembro es
honrado, todos se alegran con él» (1 Co 12,26).
La
Iglesia es communio sanctorum porque en ella participan los santos, pero a su
vez porque es comunión de cosas santas: el amor de Dios que se nos reveló en
Cristo y todos sus dones. Entre éstos está también la respuesta de cuantos se
dejan tocar por ese amor. En esta comunión de los santos y en esta
participación en las cosas santas, nadie posee sólo para sí mismo, sino que lo
que tiene es para todos.
Y
puesto que estamos unidos en Dios, podemos hacer algo también por quienes están
lejos, por aquellos a quienes nunca podríamos llegar sólo con nuestras fuerzas,
porque con ellos y por ellos rezamos a Dios para que todos nos abramos a su
obra de salvación.
2.
«¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9) – Las parroquias y las comunidades
Lo
que hemos dicho para la Iglesia universal es necesario traducirlo en la vida de
las parroquias y comunidades. En estas realidades eclesiales ¿se tiene la
experiencia de que formamos parte de un solo cuerpo? ¿Un cuerpo que recibe y
comparte lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que conoce a sus miembros más
débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos? ¿O nos refugiamos en un
amor universal que se compromete con los que están lejos en el mundo, pero
olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta cerrada? (cf. Lc
16,19-31).
Para
recibir y hacer fructificar plenamente lo que Dios nos da es preciso superar
los confines de la Iglesia visible en dos direcciones.
En
primer lugar, uniéndonos a la Iglesia del cielo en la oración. Cuando la
Iglesia terrenal ora, se instaura una comunión de servicio y de bien mutuos que
llega ante Dios. Junto con los santos, que encontraron su plenitud en Dios,
formamos parte de la comunión en la cual el amor vence la indiferencia.
La
Iglesia del cielo no es triunfante porque ha dado la espalda a los sufrimientos
del mundo y goza en solitario. Los santos ya contemplan y gozan, gracias a que,
con la muerte y la resurrección de Jesús, vencieron definitivamente la
indiferencia, la dureza de corazón y el odio. Hasta que esta victoria del amor
no inunde todo el mundo, los santos caminan con nosotros, todavía peregrinos.
Santa Teresa de Lisieux, doctora de la Iglesia, escribía convencida de que la
alegría en el cielo por la victoria del amor crucificado no es plena mientras
haya un solo hombre en la tierra que sufra y gima: «Cuento mucho con no
permanecer inactiva en el cielo, mi deseo es seguir trabajando para la Iglesia
y para las almas» (Carta 254,14 julio 1897).
También
nosotros participamos de los méritos y de la alegría de los santos, así como
ellos participan de nuestra lucha y nuestro deseo de paz y reconciliación. Su
alegría por la victoria de Cristo resucitado es para nosotros motivo de fuerza
para superar tantas formas de indiferencia y de dureza de corazón.
Por
otra parte, toda comunidad cristiana está llamada a cruzar el umbral que la
pone en relación con la sociedad que la rodea, con los pobres y los alejados.
La Iglesia por naturaleza es misionera, no debe quedarse replegada en sí misma,
sino que es enviada a todos los hombres.
Esta
misión es el testimonio paciente de Aquel que quiere llevar toda la realidad y
cada hombre al Padre. La misión es lo que el amor no puede callar. La Iglesia
sigue a Jesucristo por el camino que la lleva a cada hombre, hasta los confines
de la tierra (cf. Hch 1,8). Así podemos ver en nuestro prójimo al hermano y a
la hermana por quienes Cristo murió y resucitó. Lo que hemos recibido, lo hemos
recibido también para ellos. E, igualmente, lo que estos hermanos poseen es un
don para la Iglesia y para toda la humanidad.
Queridos
hermanos y hermanas, cuánto deseo que los lugares en los que se manifiesta la
Iglesia, en particular nuestras parroquias y nuestras comunidades, lleguen a
ser islas de misericordia en medio del mar de la indiferencia.
3.
«Fortalezcan sus corazones» (St 5,8) – La persona creyente
También
como individuos tenemos la tentación de la indiferencia. Estamos saturados de
noticias e imágenes tremendas que nos narran el sufrimiento humano y, al mismo
tiempo, sentimos toda nuestra incapacidad para intervenir. ¿Qué podemos hacer
para no dejarnos absorber por esta espiral de horror y de impotencia?
En
primer lugar, podemos orar en la comunión de la Iglesia terrenal y celestial.
No olvidemos la fuerza de la oración de tantas personas. La iniciativa 24 horas
para el Señor, que deseo que se celebre en toda la Iglesia —también a nivel
diocesano—, en los días 13 y 14 de marzo, es expresión de esta necesidad de la
oración.
En
segundo lugar, podemos ayudar con gestos de caridad, llegando tanto a las
personas cercanas como a las lejanas, gracias a los numerosos organismos de
caridad de la Iglesia. La Cuaresma es un tiempo propicio para mostrar interés
por el otro, con un signo concreto, aunque sea pequeño, de nuestra
participación en la misma humanidad.
Y,
en tercer lugar, el sufrimiento del otro constituye un llamado a la conversión,
porque la necesidad del hermano me recuerda la fragilidad de mi vida, mi
dependencia de Dios y de los hermanos. Si pedimos humildemente la gracia de
Dios y aceptamos los límites de nuestras posibilidades, confiaremos en las
infinitas posibilidades que nos reserva el amor de Dios. Y podremos resistir a
la tentación diabólica que nos hace creer que nosotros solos podemos salvar al
mundo y a nosotros mismos.
Para
superar la indiferencia y nuestras pretensiones de omnipotencia, quiero pedir a
todos que este tiempo de Cuaresma se viva como un camino de formación del
corazón, como dijo Benedicto XVI (Ct.
enc. Deus caritas est,
31).
Tener
un corazón misericordioso no significa tener un corazón débil. Quien desea ser
misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador, pero
abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar por el Espíritu y guiar por
los caminos del amor que nos llevan a los hermanos y hermanas. En definitiva,
un corazón pobre, que conoce sus propias pobrezas y lo da todo por el otro.
Por
esto, queridos hermanos y hermanas, deseo orar con ustedes a Cristo en esta
Cuaresma: "Fac cor nostrum secundum Cor tuum": "Haz nuestro
corazón semejante al tuyo" (Súplica de las Letanías al Sagrado Corazón de
Jesús). De ese modo tendremos un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y
generoso, que no se deje encerrar en sí mismo y no caiga en el vértigo de la
globalización de la indiferencia.
Con
este deseo, aseguro mi oración para que todo creyente y toda comunidad eclesial
recorra provechosamente el itinerario cuaresmal, y les pido que recen por mí.
Que el Señor los bendiga y la Virgen los guarde.
Vaticano,
4 de octubre de 2014
Fiesta
de san Francisco de Asís
FRANCISCUS
PP.