viernes, 10 de octubre de 2014




EN LAS FUENTES DE LA ALEGRÍA (010)
SAN FRANCISCO DE SALES
(Recopilación y engarce de textos por el canónigo F. Vidal)

La sencillez en el porte y los modales



Si la palabra es el reflejo del pensamiento, nuestro porte refleja nuestros gustos más íntimos. A quien ama la sencillez, la modestia en el vestir le resulta indispensable. Modestia, o sea, el justo medio entre la afectación y el desaliño.

Es muy interesante, tanto por los matices que encierra, como por la precisión del pensamiento, ese capítulo veinticinco de la tercera parte de la Introducción a la vida devota, en el que san Francisco de Sales trata «de cómo vestirse adecuadamente».
Sin duda, sonreiréis. Y estaréis pensando: pero, bueno, ¿es que vamos a ir al obispo de Ginebra a pedirle consejos sobre este punto? ¿A un director espiritual, al que únicamente preocupa inspirar el amor de Dios a las señoras del mundo, a quienes dirige, y que está convencido de que el fuego del amor divino pronto les hará despojarse de todo adorno superfluo?Tranquilizaos; san Francisco de Sales es hombre de gusto exquisito, que jamás incitará a dar a la devoción aspectos poco atractivos. Es cierto que su método, con una psicología muy firme, tiende a reformar el interior, sin preocuparse de lo exterior. Así lo explica él mismo en su Introducción:
«En cuanto a mí, dice, nunca he podido aprobar el método de los que, para reformar al hombre, comienzan por lo exterior, por los modales, por el atuendo, por el cabello. Me parece que es al contrario, que se debe comenzar por el interior. 'Convertíos a Mí, dice el Señor, de todo vuestro corazón: Hijo mío, dame tu corazón'. Porque, siendo el corazón el manantial de nuestras obras, éstas son reflejo de aquél...

Quien tiene a Jesucristo en su corazón, bien presto lo tendrá en todas sus actuaciones externas.
Por eso, querida Filotea, es por lo que he querido, ante todo, grabar y escribir en vuestro corazón estas sagradas palabras: ¡Viva Jesús!, seguro de que después de esto, vuestra vida, la cual procede de vuestro corazón como un almendro de su semilla, producirá todas sus obras, que son sus frutos, escritas y grabadas con el mismo nombre de salvación, y al igual que este dulce Jesús ha de vivir en vuestro corazón, vivirá también en todo lo demás y se mostrará en vuestros ojos, en vuestra boca, en vuestras manos, e incluso, en vuestro cabello».
El obispo de Belley, que conocía muy bien al de Ginebra, decía de él: «Cuando quería llevar a las almas a la vida cristiana y hacerles abandonar la mundana, no les hablaba nunca de lo externo, del peinado, de los trajes, o cosas parecidas; sólo les hablaba al corazón y desde el corazón, pues sabía que, una vez ganada esa torre, el resto vendría por añadidura. 'Cuando hay fuego en una casa, decía, veis cómo tiran los enseres por la ventana. Del mismo modo, cuando el verdadero amor de Dios reina en un corazón, lo que no es de Dios nos parece poca cosa'».
Es significativa la anécdota que nos refieren los Anales del primer monasterio de la Visitación de Annecy: «Fue un día una señorita a ver a san Francisco de Sales y le dijo ingenuamente: 'Monseñor, me agradan mucho sus Hijas de la Visitación y sobre todo la digna Madre; yo quisiera unirme a ellas para servir a Dios toda mi vida; pero tengo una sola dificultad, y es que no logro decidirme a quitarme los pendientes'. `Vamos, vamos, le respondió el obispo sonriendo bondadosamente, no dejéis por eso de



entregaros a Dios'. Y le permitió seguir llevándolos».Ya os imagináis lo que sucedió: la novicia pronto prefirió la sencillez de su velo a la vanidad de sus joyas.

El obispo no daba importancia a esas naderías, y nunca juzgaba por ellas el valor de un alma.
Alguien le dijo una vez que «estaba asombrado de que una persona de mucha categoría y muy devota, a la que el obispo dirigía, no se hubiera quitado los pendientes. Os aseguro, respondió, que no sé siquiera si tiene orejas, porque viene a confesarse con un tocado en la cabeza y con un chal tan grande que no se sabe cómo va vestida. Y además, creo que la santa mujer Rebeca, que era tan virtuosa como ella, no perdió nada de su santidad por llevar los pendientes que Eleazar le ofreció de parte de Isaac».El obispo era de una condescendencia admirable.
La Sra. de Chantal había llevado consigo a Annecy a su hija menor, Francisca, para cuidar de su educación. La niña es «guapa, simpática y alegre por demás». Si su atractivo por la piedad es escaso, es mucha su inclinación a la coquetería. Una vez que su madre estaba ausente, no paraba de quejarse y de llorar por no poderse vestir tan elegantemente como quisiera. En cuanto el obispo supo la pena de Francisca, informó a la Sra. de Chantal, que se encontraba en Lyon:
«El domingo fui a ver a la Hna. de Bréchard... Me contó que la pequeña de Rabutin... está triste y llora por no poder vestir con elegancia; le he dicho que había que hacerle un bonito cuello de encaje para los días de fiesta y que con esto bastaría en el pueblo, en espera de vuestro regreso. Creo que la niña piensa que va a ser feliz Ya con sus encajes y sus cuellos altos (como veis, sé algo de esas cosas), y hay que procurárselos; cuando vea que eso no es tan importante, entrará en razón».''
Y la Sra. de Chantal tuvo que enviar desde Lyon los encajes para el cuello de Francisca. Cuando cumplió quince años, la joven dejó el monasterio, para ir a vivir con su hermana María Amada en el castillo de Thorens y allí pudo engalanarse a su gusto. Un día, en una visita, el obispo se encontró con ella:

« Francisca, le dijo, estoy seguro que no es vuestra madre la que os ha vestido así». Y le dio unos alfileres para que se cerrase un poco el cuello, demasiado escotado. En otra ocasión, la vio «muy ceñida y espléndida, con cantidad de lazos y rizos». Ella, apurada, se ruborizó, y él le dijo:
«No estoy tan enfadado como pensáis. Vais arreglada a la moda del siglo. Pero ese rubor vuestro parece venir del cielo y de una conciencia de la que no está lejos la gracia de Jesucristo». Y él mismo le recogió algunos rizos bajo el tocado, mientras añadió sonriendo: «Lo que os sobra podéis taparlo vos misma, sin ayuda de nadie; no hay que quitaros ese mérito; y así seréis más agradable a Dios de lo que ibais a serlo para el mundo».''
Si el obispo se muestra severo, es porque ya la tendencia a la vanidad era excesiva. Francisca sobrepasaba la justa medida.La medida, la justa medida, tan lejos del desaliño como del exceso de arreglo, es la que determina «el decoro en el vestir».
Francisco de Sales aborrece el desaliño que raya en la suciedad. Por ello, no duda en recomendar que se cuide el aseo: «Nuestra ropa debe estar siempre limpia, y evitar, en la medida de lo posible, las manchas y la suciedad».Y es que «la limpieza exterior, en cierta manera, es señal de la pureza interior».

Con el mismo empeño tenemos que evitar el desaliño, pues es falta inconsciente de respeto hacia quienes nos rodean:
«Sed limpia, Filotea, no llevéis nada mal arreglado o con descuido, pues sería un desprecio presentarnos ante aquellos con quienes conversamos con algo desagradable en nuestro atuendo»."
No tornemos demasiado a la ligera estos sabios consejos; quizá sea útil que echemos una mirada sobre nosotros mismos y nos preguntemos si nos preocupa de verdad ofrecer la imagen viva de la piedad bajo su verdadera luz, amable y atractiva; no nos vaya a ocurrir que alguien se aleje de la vida cristiana por nuestro descuido en la apariencia exterior.
Y tanto como de la suciedad o del desaliño, debemos guardarnos del exceso contrario, o sea, de la «afectación, vanidades, extravagancias y coqueterías mundanas»."
Con cuánto vigor critica san Francisco a las «jóvenes mundanas que llevan el cabello suelto
y empolvado, la cabeza cubierta de alambres como se guarnecen los cascos de los caballos, que van engalanadas y adornadas a no poder más; en fin, demasiado acicaladas».
Es cierto que en un sermón, con motivo de una toma de hábito, habló del contraste entre «las jóvenes mundanas» y las religiosas, que cubren «sus cabezas con el velo de la humillación y del desprecio, no sólo de las vanidades del mundo sino también de sí mismas, para configurarse mejor a su Amado».'"

Aunque haya cierta exageración verbal, tenemos ahí claramente expresado el pensamiento del obispo, que condena esos «acicalamientos», que se apartan en exceso de la sencillez cristiana y del buen gusto.
Es necesario, sin embargo, mantener el rango social; y el obispo reprende suavemente a la Sra. de Charmoisy porque no viste a su hijo como conviene a su categoría:

«Os escribí anteayer, mi muy querida prima, hija mía. Lo hago ahora de nuevo, para enfadarme un poco con vos, porque mi sobrino no va vestido como conviene a su categoría ni a la función que desempeña; además de que esto le turba el ánimo, al ver a sus compañeros mucho mejor vestidos que él, sus amigos le critican y algunos de ellos enseguida me lo han dicho. No queda más remedio, querida hija, que seguir los usos del mundo, pues estamos en él, en todo aquello que no sea contrario a la ley de Dios»." Las exigencias de decoro en el vestir varían, desde luego, según la edad y la clase social; no son las mismas para las solteras, las casadas o las viudas. Así lo había escrito en la Introducción:
«Se permiten más adornos a las jóvenes solteras, porque ellas pueden lícitamente desear agradar a varios, para poder elegir a uno como esposo en santo matrimonio».Con la misma claridad de ideas hace notar que «la mujer casada se puede y debe arreglar para agradar a su marido siempre que él lo desee»: «Conozco una señora, escribe a la presidenta Brúlart, que es una de las almas , más grandes con las que me he encontrado, que ha vivido mucho tiempo en tal sujeción al cambiante humor de su marido, que, cuando más devota y fervorosa se hallaba, se veía obligada a llevar escote e ir cargada de vanidades externas; salvo por Pascua, sólo podía comulgar en secreto y a escondidas, pues, de no hacerlo así, hubiera levantado mil tempestades en su casa. Y, siguiendo ese camino, ha llegado muy alto; bien lo sé yo, que la he confesado a menudo».''
Francisco de Sales recordaba estas exigencias cuando escribía algunos años más tarde: «Sin duda, un buen marido es una gran ayuda; pero buenos hay pocos y, por buenos que sean, la mujer encuentra más sujeción que ayuda».''
En cuanto a las viudas que piensan en un segundo matrimonio, «no parece mal... que se arreglen», aunque siempre sin excesos. «Pero a las verdaderas viudas, que lo son no sólo de cuerpo sino también de corazón, no les convienen otros adornos que la humildad, la modestia y la devoción. Porque si buscan el amor de los hombres, no son verdaderas viudas; y si no lo buscan, ¿para qué aderezarse? Quien no quiera recibir huéspedes, debe quitar el anuncio de su puerta».
Así escribía a la Sra. de Chantal con respecto a determinadas predicaciones a las que ella se proponía asistir:«Yo sé que en Dijon habrá predicadores excelentes.'' Las palabras santas son las perlas que el verdadero Océano de Oriente, el Abismo de misericordia, nos procura. Juntad muchas y ponedlas alrededor de vuestro cuello, en vuestras orejas, rodead con ellas vuestros brazos; todas esas joyas no están prohibidas a las viudas, pues con ellas no se envanecen, sino que se hacen más humildes»."
Conocéis lo que nos narran las Memorias de la Madre de Chaugy sobre los primeros encuentros de san Francisco de Sales con la baronesa de Chantal. El Santo predicaba la cuaresma en Dijon e iba a menudo a comer a casa de Mons. Andrés Frémyot, hermano de la baronesa. Un día que la Sra. de Chantal fue a comer, algo más compuesta y arreglada que de ordinario, le dijo el obispo:

-«Señora, ¿queréis casaros otra vez?».
-«¡Oh, no!, Monseñor», respondió ella con viveza.
-«Pues, entonces, debéis arriar la bandera», le dijo el Santo.
Ella entendió muy bien lo que le quería decir, y al día siguiente se había quitado algunas «galas y adornos» que solía llevar y que estaban permitidos a las señoras de la nobleza tras su segundo luto.

En otra ocasión el obispo observó «unos encajes de seda en su primoroso tocado». «Señora, le dijo, si no llevarais esos encajes, ¿dejaríais de ir correctamente vestida?».
Con eso bastó; esa misma tarde los descosió. Otra vez, al ver las borlas del cordón de su cuello, el Santo las cogió por la punta y dijo con su santa dulzura: Señora, ¿dejaría vuestro cuello de estar bien sujeto si el cordón que lleva no tuviera estos remates?».
Ella, al instante, se volvió, cogió las tijeras y cortó las borlas.
Hermosas lecciones de sencillez propuestas por el Santo a un alma generosa que un día haría llegar a la renuncia total. Pero no hablaba así a quienes, viviendo en el mundo, debían mantener su rango. Y escribe en la Introducción:
«Yo quisiera que los verdaderos cristianos fueran siempre los mejor vestidos del grupo, pero los menos afectados y presumidos y, como se lee en los Proverbios, que estuviesen adornados de gracia, compostura y dignidad. En breves palabras lo ha dicho san Luis: hay que vestirse según lo requiere el estado y condición de cada uno, de manera que los buenos y prudentes no puedan decir que os pasáis, ni los jóvenes que no llegáis».
En el mismo sentido recomendaba a la Sra. le Blanc de Mions:

«Por lo demás, que la Santísima y Divinísima humildad viva y reine en todo y por doquier. Los vestidos sencillos, pero de acuerdo con las conveniencias de nuestro estado y condición, de modo que las jóvenes no se alejen sino que se sientan movidas a imitarnos; nuestras palabras, sencillas, corteses y dulces; nuestros ademanes y nuestro trato, ni muy serios y distantes, ni excesivamente relajados y muelles; nuestra cara limpia y sin cremas; en una palabra, que en todo reine la sencillez y la modestia, como conviene a una hija de Dios».''
He aquí el resumen de su pensamiento sobre este punto: «Inclinaos siempre tanto como os sea posible, del lado de la sencillez y la modestia, que es, sin duda, el mayor adorno de la belleza y -añade sonriendo-la mejor excusa para la fealdad».


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