EN LAS FUENTES DE LA ALEGRÍA (010)
SAN FRANCISCO DE SALES
(Recopilación y engarce de textos por el canónigo F. Vidal)
La sencillez en el porte y los
modales
Si
la palabra es el reflejo del pensamiento, nuestro porte refleja nuestros gustos
más íntimos. A quien ama la sencillez, la modestia en el vestir le resulta
indispensable. Modestia, o sea, el justo medio entre la afectación y el
desaliño.
Es muy
interesante, tanto por los matices que encierra, como por la precisión del
pensamiento, ese capítulo veinticinco de la tercera parte de la Introducción a
la vida devota, en el que san Francisco de Sales trata «de cómo vestirse
adecuadamente».
Sin duda,
sonreiréis. Y estaréis pensando: pero, bueno, ¿es que vamos a ir al obispo de
Ginebra a pedirle consejos sobre este punto? ¿A un director espiritual, al que
únicamente preocupa inspirar el amor de Dios a las señoras del mundo, a quienes
dirige, y que está convencido de que el fuego del amor divino pronto les hará
despojarse de todo adorno superfluo?Tranquilizaos; san Francisco de Sales es
hombre de gusto exquisito, que jamás incitará a dar a la devoción aspectos poco
atractivos. Es cierto que su método, con una psicología muy firme, tiende a
reformar el interior, sin preocuparse de lo exterior. Así lo explica él mismo
en su Introducción:
«En
cuanto a mí, dice, nunca he podido aprobar el método de los que, para reformar
al hombre, comienzan por lo exterior, por los modales, por el atuendo, por el
cabello. Me parece que es al contrario, que se debe comenzar por el interior.
'Convertíos a Mí, dice el Señor, de todo vuestro corazón: Hijo mío, dame tu
corazón'. Porque, siendo el corazón el manantial de nuestras obras, éstas son
reflejo de aquél...
Quien tiene
a Jesucristo en su corazón, bien presto lo tendrá en todas sus actuaciones
externas.
Por eso,
querida Filotea, es por lo que he querido, ante todo, grabar y escribir en
vuestro corazón estas sagradas palabras: ¡Viva Jesús!, seguro de que después de
esto, vuestra vida, la cual procede de vuestro corazón como un almendro de su
semilla, producirá todas sus obras, que son sus frutos, escritas y grabadas con
el mismo nombre de salvación, y al igual que este dulce Jesús ha de vivir en
vuestro corazón, vivirá también en todo lo demás y se mostrará en vuestros ojos,
en vuestra boca, en vuestras manos, e incluso, en vuestro cabello».
El obispo de
Belley, que conocía muy bien al de Ginebra, decía de él: «Cuando quería llevar
a las almas a la vida cristiana y hacerles abandonar la mundana, no les hablaba
nunca de lo externo, del peinado, de los trajes, o cosas parecidas; sólo les
hablaba al corazón y desde el corazón, pues sabía que, una vez ganada esa
torre, el resto vendría por añadidura. 'Cuando hay fuego en una casa, decía,
veis cómo tiran los enseres por la ventana. Del mismo modo, cuando el verdadero
amor de Dios reina en un corazón, lo que no es de Dios nos parece poca cosa'».
Es
significativa la anécdota que nos refieren los Anales del primer monasterio de
la Visitación de Annecy: «Fue un día una señorita a ver a san Francisco de
Sales y le dijo ingenuamente: 'Monseñor, me agradan mucho sus Hijas de la
Visitación y sobre todo la digna Madre; yo quisiera unirme a ellas para servir
a Dios toda mi vida; pero tengo una sola dificultad, y es que no logro decidirme
a quitarme los pendientes'. `Vamos, vamos, le respondió el obispo sonriendo
bondadosamente, no dejéis por eso de
entregaros
a Dios'. Y le permitió seguir llevándolos».Ya os imagináis lo que sucedió: la
novicia pronto prefirió la sencillez de su velo a la vanidad de sus joyas.
El obispo no
daba importancia a esas naderías, y nunca juzgaba por ellas el valor de un
alma.
Alguien le
dijo una vez que «estaba asombrado de que una persona de mucha categoría y muy
devota, a la que el obispo dirigía, no se hubiera quitado los pendientes. Os
aseguro, respondió, que no sé siquiera si tiene orejas, porque viene a
confesarse con un tocado en la cabeza y con un chal tan grande que no se sabe
cómo va vestida. Y además, creo que la santa mujer Rebeca, que era tan virtuosa
como ella, no perdió nada de su santidad por llevar los pendientes que Eleazar
le ofreció de parte de Isaac».El obispo era de una condescendencia admirable.
La Sra. de Chantal
había llevado consigo a Annecy a su hija menor, Francisca, para cuidar de su educación. La
niña es «guapa, simpática y alegre por demás». Si su atractivo por la piedad es
escaso, es mucha su inclinación a la coquetería. Una vez que su madre estaba ausente,
no paraba de quejarse y de llorar por no poderse vestir tan elegantemente como
quisiera. En cuanto el obispo supo la pena de Francisca, informó a la Sra. de
Chantal, que se encontraba en Lyon:
«El domingo
fui a ver a la Hna. de Bréchard... Me contó que la pequeña de Rabutin... está
triste y llora por no poder vestir con elegancia; le he dicho que había que
hacerle un bonito cuello de encaje para los días de fiesta y que con esto
bastaría en el pueblo, en espera de vuestro regreso. Creo que la niña piensa
que va a ser feliz Ya con sus encajes y sus cuellos altos (como veis, sé algo
de esas cosas), y hay que procurárselos; cuando vea que eso no es tan
importante, entrará en razón».''
Y
la Sra. de Chantal tuvo que enviar desde Lyon los encajes para el cuello de
Francisca. Cuando cumplió quince años, la joven dejó el monasterio, para ir a
vivir con su hermana María Amada en el castillo de Thorens y allí pudo
engalanarse a su gusto. Un día, en una visita, el obispo se encontró con ella:
« Francisca,
le dijo, estoy seguro que no es vuestra madre la que os ha vestido así». Y le
dio unos alfileres para que se cerrase un poco el cuello, demasiado escotado.
En otra ocasión, la vio «muy ceñida y espléndida, con cantidad de lazos y
rizos». Ella, apurada, se ruborizó, y él le dijo:
«No estoy
tan enfadado como pensáis. Vais arreglada a la moda del siglo. Pero ese rubor
vuestro parece venir del cielo y de una conciencia de la que no está lejos la
gracia de Jesucristo». Y él mismo le recogió algunos rizos bajo el tocado,
mientras añadió sonriendo: «Lo que os sobra podéis taparlo vos misma, sin ayuda
de nadie; no hay que quitaros ese mérito; y así seréis más agradable a Dios de
lo que ibais a serlo para el mundo».''
Si el obispo
se muestra severo, es porque ya la tendencia a la vanidad era excesiva.
Francisca sobrepasaba la justa medida.La medida, la justa medida, tan lejos del
desaliño como del exceso de arreglo, es la que determina «el decoro en el
vestir».
Francisco de Sales aborrece el desaliño que
raya en la suciedad. Por ello, no duda en recomendar que se cuide el aseo:
«Nuestra ropa debe estar siempre limpia, y evitar, en la medida de lo posible,
las manchas y la suciedad».Y es que «la limpieza exterior, en cierta manera, es
señal de la pureza interior».
Con el mismo
empeño tenemos que evitar el desaliño, pues es falta inconsciente de respeto
hacia quienes nos rodean:
«Sed limpia,
Filotea, no llevéis nada mal arreglado o con descuido, pues sería un desprecio
presentarnos ante aquellos con quienes conversamos con algo desagradable en
nuestro atuendo»."
No tornemos
demasiado a la ligera estos sabios consejos; quizá sea útil que echemos una
mirada sobre nosotros mismos y nos preguntemos si nos preocupa de verdad
ofrecer la imagen viva de la piedad bajo su verdadera luz, amable y atractiva;
no nos vaya a ocurrir que alguien se aleje de la vida cristiana por nuestro
descuido en la apariencia exterior.
Y tanto como
de la suciedad o del desaliño, debemos guardarnos del exceso contrario, o sea,
de la «afectación, vanidades, extravagancias y coqueterías mundanas»."
Con cuánto
vigor critica san Francisco a las «jóvenes mundanas que llevan el cabello
suelto
y empolvado,
la cabeza cubierta de alambres como se guarnecen los cascos de los caballos,
que van engalanadas y adornadas a no poder más; en fin, demasiado acicaladas».
Es
cierto que en un sermón, con motivo de una toma de hábito, habló del contraste
entre «las jóvenes mundanas» y las religiosas, que cubren «sus cabezas con el
velo de la humillación y del desprecio, no sólo de las vanidades del mundo sino
también de sí mismas, para configurarse mejor a su Amado».'"
Aunque haya cierta exageración verbal,
tenemos ahí claramente expresado el pensamiento del obispo, que condena esos
«acicalamientos», que se apartan en exceso de la sencillez cristiana y del buen
gusto.
Es necesario, sin embargo, mantener el rango
social; y el obispo reprende suavemente a la Sra. de Charmoisy porque no viste
a su hijo como conviene a su categoría:
«Os escribí anteayer, mi muy querida prima, hija mía. Lo hago
ahora de nuevo, para enfadarme un poco con vos, porque mi sobrino no va vestido
como conviene a su categoría ni a la función que desempeña; además de que esto
le turba el ánimo, al ver a sus compañeros mucho mejor vestidos que él, sus amigos
le critican y algunos de ellos enseguida me lo han dicho. No queda más remedio,
querida hija, que seguir los usos del mundo, pues estamos en él, en todo
aquello que no sea contrario a la ley de Dios»." Las exigencias de decoro
en el vestir varían, desde luego, según la edad y la clase social; no son las
mismas para las solteras, las casadas o las viudas. Así lo había escrito en la
Introducción:
«Se permiten
más adornos a las jóvenes solteras, porque ellas pueden lícitamente desear
agradar a varios, para poder elegir a uno como esposo en santo matrimonio».Con
la misma claridad de ideas hace notar que «la mujer casada se puede y debe
arreglar para agradar a su marido siempre que él lo desee»: «Conozco una
señora, escribe a la presidenta Brúlart, que es una de las almas , más grandes
con las que me he encontrado, que ha vivido mucho tiempo en tal sujeción al
cambiante humor de su marido, que, cuando más devota y fervorosa se hallaba, se
veía obligada a llevar escote e ir cargada de vanidades externas; salvo por
Pascua, sólo podía comulgar en secreto y a escondidas, pues, de no hacerlo así,
hubiera levantado mil tempestades en su casa. Y, siguiendo ese camino, ha
llegado muy alto; bien lo sé yo, que la he confesado a menudo».''
Francisco de
Sales recordaba estas exigencias cuando escribía algunos años más tarde: «Sin
duda, un buen marido es una gran ayuda; pero buenos hay pocos y, por buenos que
sean, la mujer encuentra más sujeción que ayuda».''
En cuanto a las viudas que piensan en un segundo matrimonio, «no
parece mal... que se arreglen», aunque siempre sin excesos. «Pero a las
verdaderas viudas, que lo son no sólo de cuerpo sino también de corazón, no les
convienen otros adornos que la humildad, la modestia y la devoción. Porque si
buscan el amor de los hombres, no son verdaderas viudas; y si no lo buscan,
¿para qué aderezarse? Quien no quiera recibir huéspedes, debe quitar el anuncio
de su puerta».
Así escribía
a la Sra. de Chantal con respecto a determinadas predicaciones a las que ella
se proponía asistir:«Yo sé que en Dijon habrá predicadores excelentes.'' Las
palabras santas son las perlas que el verdadero Océano de Oriente, el Abismo de
misericordia, nos procura. Juntad muchas y ponedlas alrededor de vuestro
cuello, en vuestras orejas, rodead con ellas vuestros brazos; todas esas joyas
no están prohibidas a las viudas, pues con ellas no se envanecen, sino que se
hacen más humildes»."
Conocéis
lo que nos narran las Memorias de la Madre de Chaugy sobre los primeros
encuentros de san Francisco de Sales con la baronesa de Chantal. El Santo
predicaba la cuaresma en Dijon e iba a menudo a comer a casa de Mons. Andrés
Frémyot, hermano de la baronesa. Un día que la Sra. de Chantal fue a comer,
algo más compuesta y arreglada que de ordinario, le dijo el obispo:
-«Señora, ¿queréis casaros otra
vez?».
-«¡Oh, no!,
Monseñor», respondió ella con viveza.
-«Pues,
entonces, debéis arriar la bandera», le dijo el Santo.
Ella
entendió muy bien lo que le quería decir, y al día siguiente se había quitado
algunas «galas y adornos» que solía llevar y que estaban permitidos a las
señoras de la nobleza tras su segundo luto.
En otra
ocasión el obispo observó «unos encajes de seda en su primoroso tocado».
«Señora, le dijo, si no llevarais esos encajes, ¿dejaríais de ir correctamente
vestida?».
Con eso
bastó; esa misma tarde los descosió. Otra vez, al ver las borlas del cordón de
su cuello, el Santo las cogió por la punta y dijo con su santa dulzura: Señora,
¿dejaría vuestro cuello de estar bien sujeto si el cordón que lleva no tuviera
estos remates?».
Ella, al
instante, se volvió, cogió las tijeras y cortó las borlas.
Hermosas
lecciones de sencillez propuestas por el Santo a un alma generosa que un día
haría llegar a la renuncia total. Pero no hablaba así a quienes, viviendo en el
mundo, debían mantener su rango. Y escribe en la Introducción:
«Yo quisiera
que los verdaderos cristianos fueran siempre los mejor vestidos del grupo, pero
los menos afectados y presumidos y, como se lee en los Proverbios, que
estuviesen adornados de gracia, compostura y dignidad. En breves palabras lo ha
dicho san Luis: hay que vestirse según lo requiere el estado y condición de
cada uno, de manera que los buenos y prudentes no puedan decir que os pasáis,
ni los jóvenes que no llegáis».
«Por lo
demás, que la Santísima y Divinísima humildad viva y reine en todo y por
doquier. Los vestidos sencillos, pero de acuerdo con las conveniencias de
nuestro estado y condición, de modo que las jóvenes no se alejen sino que se
sientan movidas a imitarnos; nuestras palabras, sencillas, corteses y dulces;
nuestros ademanes y nuestro trato, ni muy serios y distantes, ni excesivamente
relajados y muelles; nuestra cara limpia y sin cremas; en una palabra, que en
todo reine la sencillez y la modestia, como conviene a una hija de Dios».''
He
aquí el resumen de su pensamiento sobre este punto: «Inclinaos siempre tanto
como os sea posible, del lado de la sencillez y la modestia, que es, sin duda,
el mayor adorno de la belleza y -añade sonriendo-la mejor excusa para la
fealdad».
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