Catequesis del Papa Francisco sobre los
ancianos
VATICANO, 04 Mar. 15 / 10:52 am (ACI).- El Papa Francisco dedicó su catequesis
de hoy a reflexionar sobre el papel de los ancianos y alertó sobre el hecho que
una sociedad que los descarta porta consigo el virus de la muerte.
A
continuación y gracias a Radio Vaticano, el texto completo de la audiencia
general:
Queridos
hermanos y hermanas ¡buenos días!
La
catequesis de hoy y la del miércoles próximo están dedicadas a los ancianos
que, en el ámbito de la familia, son los abuelos, tíos abuelos. Hoy reflexionamos
sobre la problemática condición actual de los ancianos y la próxima vez, es
decir el próximo miércoles, más en positivo, sobre la vocación contenida en
esta edad de la vida.
Gracias
a los progresos de la medicina la vida se ha prolongado: ¡pero la sociedad no
se ha “prolongado” a la vida! El número de los ancianos se ha multiplicado,
pero nuestras sociedades no se han organizado suficientemente para hacerles
lugar a ellos, con justo respeto y concreta consideración por su fragilidad y
su dignidad. Mientras somos jóvenes, tenemos la tendencia a ignorar la vejez,
como si fuera una enfermedad, una enfermedad que hay que tener lejos; luego
cuando nos volvemos ancianos, especialmente si somos pobres, estamos enfermos,
estamos solos, experimentamos las lagunas de una sociedad programada sobre la
eficacia, que en consecuencia, ignora a los ancianos. Y los ancianos son una
riqueza, no se pueden ignorar.
Benedicto XVI,
visitando una casa para ancianos, usó palabras claras y proféticas, decía así:
“La calidad de una sociedad, quisiera decir de una civilización, se juzga
también por cómo se trata a los ancianos y por el lugar que se les reserva en
la vida en común” (12 de noviembre 2012).
Es
verdad, la atención a los ancianos hace la diferencia de una civilización. ¿En
una civilización hay atención al anciano? ¿Hay lugar para el anciano? Esta
civilización seguirá adelante porque sabe respetar la sabiduría, la sabiduría
de los ancianos. Una civilización en donde no hay lugar para los ancianos, en
la que son descartados porque crean problemas... es una sociedad que lleva
consigo el virus de la muerte.
En
occidente, los estudiosos presentan el siglo actual como el siglo del
envejecimiento: los hijos disminuyen, los viejos aumentan. Este desequilibrio
nos interpela, es más, es un gran desafío para la sociedad contemporánea. Sin
embargo una cierta cultura del provecho insiste en hacer ver a los viejos como
un peso, una “lastre”. No sólo no producen sino que son una carga. En fin,
¿cuál es el resultado de pensar así? Hay que descartarlos. ¡Es feo ver a los
ancianos descartados, es una cosa fea, es pecado! ¡No nos atrevemos a decirlo
abiertamente, pero se hace! Hay algo vil en este acostumbrarse a la cultura del
descarte. Pero nosotros estamos acostumbrados a descartar a la gente.
Queremos
remover nuestro acrecentado miedo a la debilidad y a la vulnerabilidad; pero de
este modo aumentamos en los ancianos la angustia de ser mal soportados y
abandonados.
Ya
en mi ministerio en Buenos Aires toqué con la mano esta realidad con sus
problemas: «Los ancianos son abandonados, y no sólo en la precariedad material.
Son abandonados en la egoísta incapacidad de aceptar sus limitaciones que
reflejan las nuestras, en los numerosos escollos que hoy deben superar para
sobrevivir en una civilización que no los deja participar, opinar ni ser
referentes según el modelo consumista de “sólo la juventud es aprovechable y
puede gozar”.
Esos
ancianos que deberían ser, para la sociedad toda, la reserva sapiencial de
nuestro pueblo. ¡Los ancianos son la reserva sapiencial de nuestro pueblo! ¡Con
qué facilidad, cuando no hay amor, se adormece la conciencia!» (Sólo el amor
nos puede salvar, Ciudad del Vaticano 2013, p. 83). Y esto sucede. Recuerdo
cuando visitaba las casas de ancianos, hablaba con cada uno de ellos y muchas
veces escuché esto: “Ah, ¿cómo está usted? ¿Y sus hijos? - Bien, bien
- ¿Cuántos tiene? - Muchos.- ¿Y vienen a visitarla? - Sí, sí, siempre. Vienen,
vienen.- ¿Y cuándo fue la última vez que vinieron?” Y así la anciana, recuerdo
especialmente una que dijo: “Para Navidad”. ¡Y estábamos en agosto! Ocho meses sin ser
visitada por sus hijos, ¡Ocho meses abandonada! Esto se llama pecado mortal,
¿se entiende?
Una
vez, siendo niño, la abuela nos contó una historia de un abuelo anciano que
cuando comía se ensuciaba porque no podía llevarse bien la cuchara a la boca,
con la sopa. Y el hijo, es decir, el papá de la familia, tomó la decisión de
pasarlo de la mesa común a una pequeña mesita de la cocina, donde no se veía,
para que comiera solo. Pocos días después, llegó a casa y encontró a su hijo
más pequeño que jugaba con la madera, el martillo y clavos, y hacía algo ahí.
Entonces le pregunta: "Pero, ¿qué cosa haces?– Hago una mesa, papá.- ¿Una
mesa para qué? - Para cuando tú te vuelvas anciano, así puedes comer ahí”. ¡Los
niños tienen más conciencia que nosotros!
En
la tradición de la Iglesia hay un bagaje de sabiduría que siempre ha
sostenido una cultura de cercanía a los ancianos, una disposición al
acompañamiento afectuoso y solidario en esta parte final de la vida. Tal
tradición está arraigada en la Sagrada Escritura, como lo demuestran, por
ejemplo, estas expresiones del libro del Eclesiástico: «No te apartes de la
conversación de los ancianos, porque ellos mismos aprendieron de sus padres: de
ellos aprenderás a ser inteligente y a dar una respuesta en el momento justo»
(Ecl 8,9).
La
Iglesia no puede y no quiere adecuarse a una mentalidad de intolerancia, y
menos aún de indiferencia y desprecio a los mayores. Debemos despertar el
sentido colectivo de gratitud, de aprecio, de acogida, que haga sentir al
anciano parte viva de su comunidad.
Los
ancianos son hombres y mujeres, padres y madres que nos han precedido en
nuestras mismas calles, en nuestra misma casa, en nuestra batalla cotidiana por
una vida digna. Son hombres y mujeres de quienes hemos recibido mucho. El
anciano no es un extraterrestre. El anciano somos nosotros: dentro de poco,
dentro de mucho, inevitablemente de todos modos, aunque no lo pensemos. Y si
nosotros no aprendemos a tratar bien a los ancianos, así nos tratarán a
nosotros.
Frágiles,
somos un poco todos los viejos. Algunos, sin embargo, son particularmente
débiles, muchos están solos, y marcados por la enfermedad. Algunos dependen de
cuidados indispensables y de la atención de los demás. ¿Haremos por ello un
paso atrás? ¿Los abandonaremos a su destino? Una sociedad sin proximidad, en
donde la gratuidad y el afecto sin compensación - incluso entre extraños - van
desapareciendo, es una sociedad perversa.
La
Iglesia, fiel a la Palabra de Dios, no puede tolerar estas degeneraciones. Una
comunidad cristiana en la cual la proximidad y gratuidad dejaran de ser
consideradas indispensables, perdería con ellas su alma. Donde no hay honor
para los ancianos, no hay futuro para los jóvenes.
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