Santísima
Trinidad / Crédito: LawrenceOP (CC-BY-NC-ND-2.0)_Flickr_170315
Evangelio: Juan 5,17-30
En
aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: “Mi Padre sigue actuando, y yo también
actúo.” Por eso los judíos tenían más ganas de matarlo: porque no sólo abolía
el sábado, sino también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios.
Jesús tomó la palabra y les dijo: “Os lo aseguro: El Hijo no puede hacer por su
cuenta nada que no vea hacer al Padre. Lo que hace éste, eso mismo hace también
el Hijo, pues el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que él hace, y le
mostrará obras mayores que ésta, para vuestro asombro. Lo mismo que el Padre
resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que
quiere. Porque el Padre no juzga a nadie, sino que ha confiado al Hijo el
juicio de todos, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no
honra al Hijo no honra al Padre que lo envió. Os lo aseguro: Quien escucha mi
palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no se le llamará a
juicio, porque ha pasado ya de la muerte a la vida. Os aseguro que llega la
hora, y ya está aquí, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los
que hayan oído vivirán. Porque, igual que el Padre dispone de la vida, así ha
dado también al Hijo el disponer de la vida. Y le ha dado potestad de juzgar,
porque es el Hijo del hombre. No os sorprenda, porque viene la hora en que los
que están en el sepulcro oirán su voz: los que hayan hecho el bien saldrán a
una resurrección de vida; los que hayan hecho el mal, a una resurrección de
juicio. Yo no puedo hacer nada por mí mismo; según le oigo, juzgo, y mi juicio
es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió.
Reflexión:
Hoy la
primera lectura nos ha hablado del amor infinito de Dios. Dios que nos ha amado
tanto, que si bien se nos ha rebelado como Padre, nos sorprende en este pasaje
mostrándonos que su amor es tan grande que también nos ama con un corazón de
madre.
“¿Puede
olvidarse acaso una madre de su criatura? – dice el Señor – Pues aunque así
sucediera, yo nunca te olvidaré”. Son palabras que conmueven hasta lo más
profundo. La fidelidad del Señor no conoce límites. ¿Cómo desconfiar entonces
de un Dios así o cómo querer confiar en otras cosas más que en el Señor?
Qué
esperanzador es compaginar todo esto con lo que Jesús nos dice hoy en el
Evangelio. Nos dice que el Padre ha confiado al Hijo el juicio. Este Dios
misericordioso hasta las entrañas que ha venido a salvarnos es el mismo que nos
juzgará.
Quizás las
palabras del apóstol San Pablo hacen eco de esta realidad. ¿Quién será el que
condene, acaso Cristo Jesús, el que murió, más aún el que resucitó e intercede
por nosotros?, ¿Él nos va a condenar?
Este es un
juicio muy peculiar y distinto a los demás porque resulta que el juez es el
mismo que ha venido a salvarnos, es Jesucristo y luego de haberse sacrificado,
ahora está sentado a la derecha del Padre, junto a Él, intercediendo, pidiendo
constantemente por nosotros.
Esta es
nuestra paz, esta es nuestra gran esperanza. No que todo nos vayamos a salvar,
pero sí que Dios camina a nuestro lado porque Dios ya lo ha hecho todo para que
nos salvemos. Lo único que no puede hacer es obligarnos.
Porque si
una persona constantemente le dice a Dios: “Señor, no me interesa estar
contigo, no me importas. No voy a decir que no creo en ti, pero en mi vida
diaria tú no tienes ningún lugar, no me interesa que tú estés a mi lado o yo
seguir tus caminos. No me interesan tus cosas, Señor”.
Sería una
gran injusticia que el último día, Dios obligue a una persona así a estar a su
lado por toda la eternidad. Sería una gran injusticia.
Que nuestras
buenas obras, entonces, sean ese gran sí con el que le digamos a Dios: “Sí,
Señor, quiero. Quiero acoger este regalo inmenso que me das, este don gratuito
que me traes que es el don de la salvación”
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