Del horror al amor: la historia de mi abuela armenia
Memoria.
A cien años del Genocidio Armenio, una periodista
de Viva cuenta la historia de su abuela Armenuhi, que escapó dos veces de la
muerte, emigró a la Argentina a los 13 años, se casó con un joven a quien no
conocía y con quien estuvo toda la vida. Una historia que va del horror al
amor.
"Querida,
coma, dele, está rico”, insistía mi abuela Armenuhi con ojos cansados y el
acento que nunca perdió. Armenuhi, que significa "mujer armenia",
notó que dejaba buena parte del sarmá en mi plato y quiso
intervenir. Adolescente al fin, yo intentaba bajar algunos kilos privándome de
exquisiteces típicas de la colectividad. Pero la casa de mi abuela en Villa
Urquiza no era el mejor lugar para iniciar la dieta. Ese domingo –como
todos los que pasábamos en el PH de la calle Pampa–, fue el único en que
vi llorar a mi abuela. Todavía sentía en la piel y el estómago el hambre.
Alguien en la mesa preguntó otra vez por su historia y ella interrumpió
el reparto de porciones. Con la voz quebrada contó cómo siendo una nena había
escapado en dos oportunidades de su pueblo, Aintab, perseguida por el Imperio
Otomano.
La
familia del abuelo paterno, Yervant Tagtachian (arriba, en el centro, con
bigote) en Aintab en 1919, donde tenían plantaciones de pistacho.
Tristezas
del desierto. La primera vez que Armenuhi tuvo que huir
tenía un año y medio. Mi abuela paterna había nacido el 17 de diciembre de 1913
y su papá, Joseph Demirjian, era un dirigente político. Sin otra alternativa,
mi bisabuelo colocó a mi abuela adentro de la alforja de un burro y en la otra
bolsa metió a Antranik (Antonio), el hermanito de nueve meses. Sobre el
lomo del burro iba Satenik Kabakian, mi bisabuela que, como Armenuhi, viajaban
vestidas de varón para zafar de los controles. Mi bisabuelo guió la fuga en la
que caminaron varios días sin más que lo puesto, con hambre, frío y sed hasta
llegar a Alepo, en Siria.
La
familia del bisabuelo Joseph (segundo desde la izquierda con bigotes), poco
antes de que enviudara. Luego de que fallece su esposa Satenik (sentada a la
izquierda), envían a la abuela Armenuhi (arriba en el centro con corbata) a la
Argentina. Tenía 13 años. La foto fue tomada en 1927, pocos meses antes de que
viajara.
Aquel
mediodía, no volaba una mosca en el comedor familiar. Todavía siento el frío
que me corrió por la espalda al escuchar la historia. Yo tendría unos 12 años y
no me animé a preguntar. Crecí en un ambiente donde el asado de los domingos
era suplantado por el dolmá (zucchini relleno) y shish
kebbab (carne asada en un pincho de acero). Mi abuela siempre fue
feliz y tenía una dulzura inmensa. Jamás la vi quejarse, ni tener rencor o
resentimiento. De chica, pasaba en su casa los fines de semana. Armenuhi me
enseñó a tejer crochet y también con dos agujas. Hacíamos bufandas, almohadones
y pulóveres. Juntas cocinábamos elkebbe en una palangana azul. Lo
que más me divertía era pegotearme los dedos con la masa que se formaba con el
trigo y la carne cruda. Armábamos los bollitos y después hacíamos una sopa donde
los poníamos a flotar. Cuando llegaban Jorge y Beatriz, mis padres, los
devorábamos felices.
Luego
de enviudar, el bisabuelo Joseph Demirjian se casa en Siria con Caterina
Stepanian. Una vez que la abuela Armenuhi se establece en Argentina, logra
traerlos.
Tuvo
que pasar bastante tiempo hasta que entendí todo lo que había sucedido con mi
abuela. Mi bisabuelo sacaba a Armenuhi de la alforja cada dos horas para que
respirara. Rogaban que sus hijos no gritaran o lloraran al acercarse a los
controles donde estaban los otomanos. En silencio llegaron a Alepo. A mi abuela
le quedó una tortícolis de por vida por la posición de su cuello dentro de la
alforja y dicen que se encaneció por completo en una noche cuando sólo tenía 18
meses. Por el estrés, su pelo negro se volvió blanco en horas. Cuando
estuvieron “a salvo”, la raparon para que su cabello negro y brillante, como
ella, volviera a nacer.
Regresaron
a Aintab recién cuando a mi bisabuelo, que además se dedicaba a los hilados, le
avisaron que todo estaba en calma. La tregua no duró mucho. La segunda huida se
produjo hacia 1921 y fue peor que la primera. Para ese entonces, mi abuela ya
tenía dos hermanos más, Asniv y Zareh. Cuando llegó al mundo Zareh, Joseph
estaba bajo tierra en una trinchera resistiendo los embates del Imperio
Otomano. Mi abuela, que tenía siete años, corrió bajo los túneles que unían
Aintab para darle la noticia a su papá. Un tiempo después, mi bisabuela Satenik
(embarazada), su esposo y los cuatro hijos tuvieron que volver a dejar su
pueblo. Y esta vez fue para siempre.
Un
día tomaron a todos prisioneros y los subieron a un tren rumbo a la muerte. Los
llevaban al desierto donde funcionaban los campos de concentración para
masacrar a los armenios. Durante el viaje, mi bisabuelo tomó la decisión y se
la comunicó a Satenik. El mismo los iba a arrojar del tren, de noche y en
movimiento, uno a uno para después rescatarlos. Envolvió a cada hijo en una
manta y los fue tirando del vagón por un hueco que había encontrado en el piso.
De mayor a menor dejó ir primero a los pequeños, luego a su esposa con
panza y por último llegó su turno. Sucio y con el espíritu intacto, Joseph
corrió hacia atrás hasta levantar a toda su familia del suelo.
Caminaron unos 100 kilómetros de noche, escondiéndose entre los matorrales y
durmiendo de día, hasta llegar nuevamente a Alepo, donde pidieron auxilio a una
prima armenia.
Argentina,
tierra de sueños. Todavía hoy, cuando mi tía Alicia –que sigue
viviendo en el PH de la calle Pampa–, cuenta la historia, se nos llenan los
ojos de lágrimas. Una vez a salvo, la idea de la familia de Armenuhi era
establecerse en Siria. Mientras trataban de que la vida volviera a comenzar, la
tragedia los golpeó de nuevo. Muy enferma por la huida, y luego de dar a luz a
mi tía abuela Hermin, murió Satenik. Tenía 32 años y mi
abuela 13. Armenuhi tuvo que reponerse una vez más. Mi bisabuelo había
quedado “solo” para criar a cinco chicos. Quisieron presentarle a él una novia.
Pero para que pudiera casarse, según las costumbres de la época, mi abuela que
ya era “señorita” tenía que “salir” de la casa. En el colegio, Armenuhi le
confió esta situación a su mejor amiga Hiripsime Tagtachian. Y ella se ofreció
a mediar. Habló con su papá, Kevork (Jorge) Tagtachian, que fue a ver a Joseph
para hacerle una propuesta. Le pedía a Armenuhi para traerla con los Tagtachian
a la Argentina y casarla con su segundo hijo Yervant (Eduardo). La única
condición que puso Joseph fue que esperaran a que su hija tuviera al menos 16
años como para “estirar” su adolescencia. En octubre de 1927, Aniza Chouldjian
y su esposo Kevork Tagtachian trajeron a Armenuhi a la Argentina como a una
hija más, junto a Hiripsime y a otros familiares.
Al
mejor estilo Titanic, cuando el barco Kerguelen llegó a la zona donde
todavía hoy está el Hotel de los Inmigrantes, Armenuhi apoyada en la
baranda de cubierta divisó a Yervant, alto y de ojos verdes. Ella tenía 13. El,
26. Aquel muchacho la esperaba con más nervios que sonrisas. Sin embargo, mi
abuela miró al cielo y rogó que fuera él su prometido. Se casaron el 10 de
octubre 1930. Antes, un juez vecino y amigo se encargó de sumarle a mi abuela
los años suficientes para “convertirla” en mayor de edad y poder dar el sí. A
los nueve meses casi exactos nació mi papá Jorge, el mayor de cuatro hermanos.
Le siguió mi tía Alicia; José, que falleció a los dos años por muerte súbita, y
mi tío Eduardo. Meses antes de cumplir las bodas de oro, murió mi abuelo
Yervant, en febrero de 1980. La abuela se fue en junio de 2004. Se trataron
siempre con amor y respeto. Se amaron hasta el último minuto.
Armenuhi
fue, sin duda, el pilar y motor de la familia. Cuando ella finalmente se
instaló en Buenos Aires, se movió para traer uno a uno al resto de los suyos
desde Alepo. Yo tendría unos ocho años y todavía recuerdo cuando me
llevaban a visitar a mis bisabuelos Joseph y Caterina Stepanian, que era su
segunda mujer y con quien tuvo a Zarman, Hasmic y Vahe. Los “abuelos viejitos”,
como los llamábamos, vivían en Pampa y Triunvirato. Los veo en su casa de
paredes azules. Sus caras me llamaban la atención por sus eternas
arrugas. Un día, Caterina enfermó y la internaron en el hospital. A Joseph, con
97 años, quisieron protegerlo con una mentira piadosa. Su compañera había
muerto. Se dio cuenta mi abuelo viejito, dejó de comer y a los dos meses subió
al cielo de los amores y las tristezas.
El
31 de agosto del año pasado, en el cumple 80 de mi tía abuela Zarman, la
historia familiar sobrevolaba el salón del club Aintab, sobre Niceto Vega, en
Palermo. Las fotos de los casamientos y reuniones familiares en
pantalla gigante se mezclaban con las risa fresca de los chicos,
los primos, tíos y abuelos, unas 100 personas entre descendientes y
familiares. Mientras disfrutábamos de las danzas y platos típicos, seguí el viaje
hacia mi infancia.
Postales
de domingo. Una vez más recordé a Yervant cuando me hacía
pisar un diario para sacar el molde de mi pie y fabricar él mismo las
guillerminas marrones que llevaba al colegio. Había aprendido el oficio de
zapatero en el barco. El vino primero con su hermano Pissant y cuando se
instalaron empezó a llegar el resto. Mi abuelo traía como único bien una
alfombra persa que había comprado en el viaje con las monedas que se había
ganado remendando calzados. Todavía lo imagino separando las semillas de calabaza
sobre un papel, apoyado en esa alfombra persa en el living de Pampa.
El
legado. Por el lado de mamá, mi abuela María huyó
sola desde su pueblo Marash con su papá Avac. Su mamá había muerto en el parto
después de que tuviera mellizos, que también fallecieron. A Mari la
metieron en un cajón de verduras y caminaron hasta que el horror dio paso a
otra pena. En Beirut, mi bisabuelo, un sastre sin trabajo, la dejó en un
orfanato americano. Por eso Mari, además de armenio, hablaba inglés. Al cabo de
unos años, el padre asumió que no podía criarla y se ocupó de buscarle una
familia para que la trajera a Argentina. Le cambiaron su apellido Bayramian por
el de la familia que la “adoptó”, Yelanguezian. En Buenos Aires le arreglaron
un casamiento con otro joven armenio desconocido. Mi abuela dio el sí a Simón
Balian, de quien dicen que también heredé los ojos claros. María y Simón
tuvieron a mi tía Rosita, mi tío Jorge y mi mamá Beatriz. El abuelo murió
cuando mamá tenía siete años.
Durante
mi niñez, estas historias me resultaban “normales”, tanto como las comidas tan
diferentes a las de mis compañeras de colegio, que no era armenio. Recién de
grande empecé a darme cuenta del peso de cada anécdota y cómo formaban parte de
mi propia identidad y tradiciones. Las fiestas con mis abuelos me fascinaban.
Para Pascuas, Armenuhi teñía con remolacha y acelga la cáscara de los huevos
mientras los hervía. Después del almuerzo venía la competencia. Había que tomar
uno de ellos y envolverlo con la mano derecha. Puño con puño contra el
contrincante. Cada uno golpeaba la base del otro huevo y el que se rompía,
perdía. Nos pasábamos la semana comiendo huevos rotos y de colores. En
Navidad aprovechaba para probarme los zapatos que vendía mi abuela Mari
en Cotté, la zapatería que atendía en su casa de Monroe y Bauness.
Mientras la familia se agrupaba junto al arbolito, yo desfilaba y me sentaba en
las sillas verdes de pana del negocio que hoy brillan en mi casa. El 31 de
diciembre, en lo de Armenuhi, llegaba el momento más excitante. A la
medianoche, con mi abuela y mis hermanos, Jorge Simón y Carolina, salíamos a la
puerta de su departamento para estrellar con todas nuestras fuerzas los platos
contra el piso. Una ceremonia catártica y ruidosa para decirle chau a la mala
suerte y recibir a la buena. Desde un costado del salón, mi tío Cacho presidía
la reunión. Lo recuerdo tocando el derbake. Era el hijo de
Hiripsimé, la amiga de mi abuela con quien había hecho un pacto: cuidaría de
Cacho, después de la muerte de su mamá y de su papá, Martín Kerboyan, un
apasionado bailarín tanguero. Cada vez que veo un derbake me
acuerdo de Cacho. Partió en 1978 cantando Cuando un amigo se va, de
Alberto Cortez. Fue mi primera muerte cercana.
Si
hablamos de genes, dicen que soy la que menos heredé la fisonomía armenia. Pero
llevo una determinación y fuerza de voluntad que entiendo vienen de mis
antepasados. De ellos aprendí a luchar por los ideales y a enhebrar con
palabras y paciencia el olvido. A ordenar la melancolía si se sale de la
caja y a valorar la intuición. Muchas búsquedas en mi vida tienen que ver con
darle sentido al dolor y transformarlo en algo bello: una rica comida, un buen
cuadro, una danza liberadora, un momento compartido con amor. Mis abuelos
fueron parte de ese camino. Sus músicas, colores y olores me ayudan a
encontrarme. A sonreír y a seguir indagando. Viven en mi corazón por
siempre. mtagtachian@clarin.com
-
No
me olvides
Si bien la fecha simbólica del inicio del Genocidio
Armenio es el 24 de abril de 1915 (se toma como referencia el asesinato de unos
250 intelectuales y líderes armenios), la matanza de un millón y medio de
armenios en el Imperio Otomano (actual Turquía) se extendió hasta 1923. El
Genocidio fue reconocido por muchas instituciones y países, incluida la
Argentina. Luego de Estados Unidos y Francia, Argentina es el tercer país que
recibió mayor cantidad de armenios. El viernes 24, a las 17, habrá una misa en
San Gregorio El Iluminador; el sábado 25, a las 16, un acto cultural
en la Feria del Libro en la Rural; y el miércoles 29, a las 20, el Acto
Cívico en el Luna Park. La flor “Nomeolvides” fue elegida como símbolo mundial
para conmemorar los 100 años del Genocidio Armenio.
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