jueves, 23 de abril de 2015

HISTORIAS PARA SER CONTADAS

Del horror al amor: la historia de mi abuela armenia
Memoria. A cien años del Genocidio Armenio, una periodista de Viva cuenta la historia de su abuela Armenuhi, que escapó dos veces de la muerte, emigró a la Argentina a los 13 años, se casó con un joven a quien no conocía y con quien estuvo toda la vida. Una historia que va del horror al amor.

"Querida, coma, dele, está rico”, insistía mi abuela Armenuhi con ojos cansados y el acento que nunca perdió. Armenuhi, que significa "mujer armenia", notó que dejaba buena parte del sarmá en mi plato y quiso intervenir. Adolescente al fin, yo intentaba bajar algunos kilos privándome de exquisiteces típicas de la colectividad. Pero la casa de mi abuela en Villa Urquiza no era el mejor lugar para iniciar la dieta.  Ese domingo –como todos  los que pasábamos en el PH de la calle Pampa–, fue el único en que vi llorar a mi abuela. Todavía sentía en la piel y el estómago el hambre. Alguien en la mesa preguntó otra vez por su historia y ella  interrumpió el reparto de porciones. Con la voz quebrada contó cómo siendo una nena había escapado en dos oportunidades de su pueblo, Aintab, perseguida por el Imperio Otomano.
 La familia del abuelo paterno, Yervant Tagtachian (arriba, en el centro, con bigote) en Aintab en 1919, donde tenían plantaciones de pistacho.
Tristezas  del desierto. La primera vez que Armenuhi tuvo que huir tenía un año y medio. Mi abuela paterna había nacido el 17 de diciembre de 1913 y su papá, Joseph Demirjian, era un dirigente político. Sin otra alternativa, mi bisabuelo colocó a mi abuela adentro de la alforja de un burro y en la otra bolsa metió a Antranik (Antonio),  el hermanito de nueve meses. Sobre el lomo del burro iba Satenik Kabakian, mi bisabuela que, como Armenuhi, viajaban vestidas de varón para zafar de los controles. Mi bisabuelo guió la fuga en la que caminaron varios días sin más que lo puesto, con hambre, frío y sed hasta llegar a Alepo, en Siria.
La familia del bisabuelo Joseph (segundo desde la izquierda con bigotes), poco antes de que enviudara. Luego de que fallece su esposa Satenik (sentada a la izquierda), envían a la abuela Armenuhi (arriba en el centro con corbata) a la Argentina. Tenía 13 años. La foto fue tomada en 1927, pocos meses antes de que viajara. 
Aquel mediodía, no volaba una mosca en el comedor familiar. Todavía siento el frío que me corrió por la espalda al escuchar la historia. Yo tendría unos 12 años y no me animé a preguntar. Crecí en un ambiente donde el asado de los domingos era suplantado por el dolmá (zucchini relleno) y shish kebbab (carne asada en un pincho de acero). Mi abuela siempre fue feliz y tenía una dulzura inmensa. Jamás la vi quejarse, ni tener rencor o resentimiento. De chica, pasaba en su casa los fines de semana. Armenuhi me enseñó a tejer crochet y también con dos agujas. Hacíamos bufandas, almohadones y pulóveres. Juntas cocinábamos elkebbe en una palangana azul. Lo que más me divertía era pegotearme los dedos con la masa que se formaba con el trigo y la carne cruda. Armábamos los bollitos y después hacíamos una sopa donde los poníamos a flotar. Cuando llegaban Jorge y Beatriz, mis padres, los devorábamos felices.
Luego de enviudar, el bisabuelo Joseph Demirjian se casa en Siria con Caterina Stepanian. Una vez que la abuela Armenuhi se establece en Argentina, logra traerlos.
Tuvo que pasar bastante tiempo hasta que entendí todo lo que había sucedido con mi abuela. Mi bisabuelo sacaba a Armenuhi de la alforja cada dos horas para que respirara. Rogaban que sus hijos no gritaran o lloraran al acercarse a los controles donde estaban los otomanos. En silencio llegaron a Alepo. A mi abuela le quedó una tortícolis de por vida por la posición de su cuello dentro de la alforja y dicen que se encaneció por completo en una noche cuando sólo tenía 18 meses. Por el estrés, su pelo negro se volvió blanco en horas. Cuando estuvieron “a salvo”, la raparon para que su cabello negro y brillante, como ella,  volviera a nacer.
Regresaron a Aintab recién cuando a mi bisabuelo, que además se dedicaba a los hilados, le avisaron que todo estaba en calma. La tregua no duró mucho. La segunda huida se produjo hacia 1921 y fue peor que la primera. Para ese entonces, mi abuela ya tenía dos hermanos más, Asniv y Zareh. Cuando llegó al mundo Zareh, Joseph estaba bajo tierra en una trinchera resistiendo los embates del Imperio Otomano. Mi abuela, que tenía siete años, corrió bajo los túneles que unían Aintab para darle la noticia a su papá. Un tiempo después, mi bisabuela Satenik (embarazada), su esposo y los cuatro hijos tuvieron que volver a dejar su pueblo. Y esta vez fue para siempre.
Un día tomaron a todos prisioneros y los subieron a un tren rumbo a la muerte. Los llevaban al desierto donde funcionaban los campos de concentración para masacrar a los armenios. Durante el viaje, mi bisabuelo tomó la decisión y se la comunicó a Satenik. El mismo los iba a arrojar del tren, de noche y en movimiento, uno a uno para después rescatarlos. Envolvió a cada hijo en una manta y los fue tirando del vagón por un hueco que había encontrado en el piso. De mayor a menor dejó ir primero a los pequeños, luego a su esposa con panza y por último llegó su turno. Sucio y con el espíritu intacto, Joseph corrió hacia atrás  hasta  levantar a toda su familia del suelo. Caminaron unos 100 kilómetros de noche, escondiéndose entre los matorrales y durmiendo de día, hasta llegar nuevamente a Alepo, donde pidieron auxilio a una prima armenia.
Argentina, tierra de sueños. Todavía hoy, cuando mi tía Alicia –que sigue viviendo en el PH de la calle Pampa–, cuenta la historia, se nos llenan los ojos de lágrimas. Una vez a salvo, la idea de la familia de Armenuhi era establecerse en Siria. Mientras trataban de que la vida volviera a comenzar, la tragedia los golpeó de nuevo. Muy enferma por la huida, y luego de dar a luz a mi tía abuela Hermin, murió  Satenik. Tenía  32 años y mi  abuela 13. Armenuhi tuvo que reponerse una vez más. Mi bisabuelo había quedado “solo” para criar a cinco chicos. Quisieron presentarle a él una novia. Pero para que pudiera casarse, según las costumbres de la época, mi abuela que ya era “señorita” tenía que “salir” de la casa. En el colegio, Armenuhi le confió esta situación a su mejor amiga Hiripsime Tagtachian. Y ella se ofreció a mediar. Habló con su papá, Kevork (Jorge) Tagtachian, que fue a ver a Joseph para hacerle una propuesta. Le pedía a Armenuhi para traerla con los Tagtachian a la Argentina y casarla con su segundo hijo Yervant (Eduardo).  La única condición que puso Joseph fue que esperaran a que su hija tuviera al menos 16 años como para “estirar” su adolescencia. En octubre de 1927, Aniza Chouldjian y su esposo Kevork Tagtachian trajeron a Armenuhi a la Argentina como a una hija más, junto a Hiripsime y a otros familiares.
Al mejor estilo Titanic,  cuando el barco Kerguelen llegó a la zona donde todavía hoy está el Hotel de los Inmigrantes,  Armenuhi apoyada en la baranda de cubierta divisó a Yervant, alto y de ojos verdes. Ella tenía 13. El, 26. Aquel muchacho la esperaba con más nervios que sonrisas. Sin embargo, mi abuela miró al cielo y rogó que fuera él su prometido. Se casaron el 10 de octubre 1930. Antes, un juez vecino y amigo se encargó de sumarle a mi abuela los años suficientes para “convertirla” en mayor de edad y poder dar el sí. A los nueve meses casi exactos nació mi papá Jorge, el mayor de cuatro hermanos. Le siguió mi tía Alicia; José, que falleció a los dos años por muerte súbita, y mi tío Eduardo. Meses antes de cumplir las bodas de oro, murió mi abuelo Yervant, en febrero de 1980. La abuela se fue en junio de 2004. Se trataron siempre con amor y respeto. Se amaron hasta el último minuto.
Armenuhi fue, sin duda, el pilar y  motor de la familia. Cuando ella finalmente se instaló en Buenos Aires, se movió para traer uno a uno al resto de los suyos desde Alepo.  Yo  tendría unos ocho años y todavía recuerdo cuando me llevaban a visitar a mis bisabuelos Joseph y Caterina Stepanian, que era su segunda mujer y con quien tuvo a Zarman, Hasmic y Vahe. Los “abuelos viejitos”, como los llamábamos, vivían en Pampa y Triunvirato. Los veo en su casa de paredes azules. Sus caras me llamaban la  atención por sus eternas arrugas. Un día, Caterina enfermó y la internaron en el hospital. A Joseph, con 97 años, quisieron protegerlo con una mentira piadosa. Su compañera había muerto. Se dio cuenta mi abuelo viejito, dejó de comer y a los dos meses subió al cielo de los amores y las tristezas.
El 31 de agosto del año pasado, en el cumple 80 de mi tía abuela Zarman, la historia familiar sobrevolaba el salón del club Aintab, sobre Niceto Vega, en Palermo. Las fotos de los casamientos y  reuniones familiares  en  pantalla gigante se mezclaban con las risa fresca de los chicos,  los primos, tíos y abuelos, unas 100 personas entre descendientes y familiares. Mientras disfrutábamos de las danzas y platos típicos, seguí el viaje hacia mi infancia.
Postales de domingo. Una vez más recordé a Yervant cuando me hacía pisar un diario para sacar el molde de mi pie y fabricar él mismo las guillerminas marrones que llevaba al colegio. Había aprendido el oficio de zapatero en el barco. El vino primero con su hermano Pissant y cuando se instalaron empezó a llegar el resto. Mi abuelo traía como único bien una alfombra persa que había comprado en el viaje con las monedas que se había ganado remendando calzados. Todavía lo imagino separando las semillas de calabaza sobre un papel, apoyado en esa alfombra persa en  el living de Pampa.
El legado. Por el lado de mamá, mi abuela María huyó sola desde su pueblo Marash con su papá Avac. Su mamá había muerto en el parto después de que  tuviera mellizos, que también fallecieron. A Mari la metieron en un cajón de verduras y caminaron hasta que el horror dio paso a otra pena. En Beirut, mi bisabuelo, un sastre sin trabajo, la dejó en un orfanato americano. Por eso Mari, además de armenio, hablaba inglés. Al cabo de unos años, el padre asumió que no podía criarla y se ocupó de buscarle una familia para que la trajera a Argentina. Le cambiaron su apellido Bayramian por el de la familia que la “adoptó”, Yelanguezian. En Buenos Aires le arreglaron un casamiento con otro joven armenio desconocido. Mi abuela dio el sí a Simón Balian, de quien dicen que también heredé los ojos claros. María y Simón tuvieron a mi tía Rosita, mi tío Jorge y mi mamá Beatriz. El abuelo murió cuando mamá tenía siete años.
Durante mi niñez, estas historias me resultaban “normales”, tanto como las comidas tan diferentes a las de mis compañeras de colegio, que no era armenio. Recién de grande empecé a darme cuenta del peso de cada anécdota y cómo formaban parte de mi propia identidad y tradiciones. Las fiestas con mis abuelos me fascinaban. Para Pascuas, Armenuhi teñía con remolacha y acelga la cáscara de los huevos mientras los hervía. Después del almuerzo venía la competencia. Había que tomar uno de ellos y envolverlo con la mano derecha. Puño con puño contra el contrincante. Cada uno golpeaba la base del otro huevo y el que se rompía, perdía. Nos pasábamos la semana comiendo huevos rotos y de colores.  En Navidad aprovechaba para probarme los zapatos que vendía mi abuela Mari en Cotté, la zapatería que atendía en su casa de Monroe y Bauness. Mientras la familia se agrupaba junto al arbolito, yo desfilaba y me sentaba en las sillas verdes de pana del negocio que hoy brillan en mi casa. El 31 de diciembre, en lo de Armenuhi, llegaba el momento más excitante. A la medianoche, con mi abuela y mis hermanos, Jorge Simón y Carolina, salíamos a la puerta de su departamento para estrellar con todas nuestras fuerzas los platos contra el piso. Una ceremonia catártica y ruidosa para decirle chau a la mala suerte y recibir a la buena. Desde un costado del salón, mi tío Cacho presidía la reunión. Lo recuerdo tocando el derbake. Era el hijo de Hiripsimé, la amiga de mi abuela con quien había hecho un pacto: cuidaría de Cacho,  después de la muerte de su mamá y de su papá, Martín Kerboyan, un apasionado bailarín tanguero. Cada vez que veo un derbake me acuerdo de Cacho. Partió en 1978 cantando Cuando un amigo se va, de Alberto Cortez. Fue mi primera muerte cercana.
Si hablamos de genes, dicen que soy la que menos heredé la fisonomía armenia. Pero llevo una determinación y fuerza  de voluntad que entiendo vienen de mis antepasados. De ellos aprendí a luchar por los ideales y a enhebrar con palabras y paciencia el olvido.  A ordenar la melancolía si se sale de la caja y a valorar la intuición. Muchas búsquedas en mi vida tienen que ver con darle sentido al dolor y transformarlo en algo bello: una rica comida, un buen cuadro, una danza liberadora, un momento compartido con amor. Mis abuelos fueron parte de ese camino. Sus músicas, colores y olores me ayudan a encontrarme. A sonreír y a seguir indagando. Viven en mi corazón por siempre. mtagtachian@clarin.com
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No me olvides
Si bien la fecha simbólica del inicio del Genocidio Armenio es el 24 de abril de 1915 (se toma como referencia el asesinato de unos 250 intelectuales y líderes armenios), la matanza de un millón y medio de armenios en el Imperio Otomano (actual Turquía) se extendió hasta 1923. El Genocidio fue reconocido por muchas instituciones y países, incluida la Argentina. Luego de Estados Unidos y Francia, Argentina es el tercer país que recibió mayor cantidad de armenios. El viernes 24, a las 17, habrá una misa en San Gregorio El Iluminador; el sábado 25,  a las 16, un acto cultural  en la Feria del Libro en la Rural; y el miércoles 29, a las 20, el Acto Cívico en el Luna Park. La flor “Nomeolvides” fue elegida como símbolo mundial para conmemorar los 100 años del Genocidio Armenio.


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