En la Celebración litúrgica de la
Pasión del Señor del Viernes Santo, con Papa Francisco, el predicador de la
Casa Pontificia, el padre Raniero Cantalamessa, denunció la indiferencia de las
instituciones
«Los verdaderos mártires de Cristo no mueren con los puños cerrados,
sino con las manos juntas. El exterminio de los cristianos se da en la
indiferencia de las instituciones mundiales». Dos minutos de prostración, en el
suelo, ante el altar, en el silencio absoluto. Con este gesto Papa Francisco
comenzó la celebración litúrgica de la Pasión del Viernes Santo, en la
Basílica de San Pedro en el Vaticano.
Después de la lectura del Evangelio, la homilía del padre Raniero
Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, que reflexionó sobre los
«mártires perfectos». Los cristianos, subrayó Cantalamessa, «no son solamente
las víctimas de la violencia homicida que hay en el mundo, pero no se puede
ignorar que en muchos países ellos son las víctimas más frecuentes». Y añadió:
«Es de ayer la noticia de 147 cristianos asesinados por la furia yihadista de
los extremistas somalíes en un campus universitario de Kenya. Quienes se
interesan por el destino de la propia religión, no pueden permanecer
indiferentes frente a todo esto». Por lo demás, recordó, «Jesús dijo un día a
sus discípulos: “Llega la hora en la que quien los mate crea que honrará a
Dios”. Nunca en la historia han encontrado un cumplimiento tan puntual como
hoy». Un obispo del siglo III, Dionisio de Alejandría, dejó el testimonio de
una Pascua celebrada por los cristianos durante la feroz persecución del
emperador romano Decio: «Nos exiliaron y, solos entre todos, fuimos perseguidos
y abandonados a la muerte. Pero incluso entonces celebramos la Pascua. Cada
lugar en el que se sufría se convirtió para nosotros en un lugar para celebrar
la fiesta: un campo, un desierto, una nave, una taberna, una prisión. Los
mértires perfectos celebraron la más espléndida de las fiestas pascuales, al
ser admitidos al festín celeste».
Advirtió el padre Cantalamessa: «Será así para muchos cristianos incluso
la Pascua de este año, el 2015 después de Cristo». Por ello, hay que denunciar
«la inquietante indiferencia de las instituciones mundiales y de la opinión
pública frente a todo ello, recordando a qué ha llevado en el pasado tal
indiferencia». De lo contrario «corremos el riesgo, todos, instituciones y
personas del mundo occidental, de ser Pilatos que se lavan las manos». Y,
subrayó: «los verdaderos mártires de Cristo no mueren con los puños cerrados,
sino con las manos juntas: hemos tenido muchos ejemplos recientes. Es Él quien
a los 21 cristianos coptos asesinados por el EI en Libia el 22 de febrero
pasado dio la fuerza para morir bajo los golpes, murmurando el nombre de
Jesús».
El
padre Cantalamessa exhortó a «no pensar en las plagas sociales, colectivas: el
hambre, la pobreza, la injusticia, la explotación de los débiles. Se habla de
ellas a menudo, aunque nunca lo suficiente, pero el peligro es que se
conviertan en abstracciones, categorías y no personas. Pensemos más bien en los
sufrimientos de los individuos, de las personas con un nombre y una identidad
precisas; en las torturas decididas a sangre fría e inflingidas
voluntariamente, en este mismo momento, por seres humanos contra otros seres
humanos, incluso niños».
Entonces,
explicó el predicador de la Casa Pontificia, «perdonar con la misma grandeza de
ánimo de Jesús no puede implicar simplemente una actitud negativa, con la que
se renuncia a querer el mal para quien hace el mal; debe traducirse, por el
contrario, en una voluntad positiva de hacerles bien, incluso con una oración
dirigida a Dios en su favor». Hoy «el problema de la violencia nos escandaliza:
ha inventado formas nuevas y espantosas de crueldad y barbarie. Nosotros los
cristianos reaccionamos aterrorizados ante la idea de que se pueda matar en
nombre de Dios», porque «el genuino pensamiento de Dios está expresado en el
mandamiento: “No matarás”. La violencia no podrá nunca, ni siquiera
remotamente, reflejar a Dios». Además, observó el padre Cantalamessa: «Jesús
venció a la violencia, no oponiendo una violencia más grande, sino sufriéndola
y poniendo al desnudo toda la injusticia y la inutilidad. Inauguró un nuevo
tipo de victoria. Vencedor porque era víctima». Y nosotros «debemos ofrecer el
perdón incluso a nuestros más crueles enemigos».
Predicación del Viernes Santo 2015 en la Basílica de San Pedro
(Texto completo)
P.
Raniero Cantalamessa, ofm cap. ¡ECCE HOMO!
Ciudad del Vaticano, 03
de abril de 2015 (Zenit.org)
Acabamos de escuchar
la historia del proceso de Jesús frente a Pilato. Hay un momento sobre el que
debemos detenernos...
“Pilato mandó
entonces azotar a Jesús. Los soldados tejieron una corona de espinas y se la
pusieron sobre la cabeza. Lo revistieron con un manto rojo, y acercándose, le
decían: ‘¡Salve, rey de los judíos!’, y lo abofeteaban. Jesús salió, llevando
la corona de espinas y el manto rojo. Pilato les dijo: ¡Ecce homo!
¡Aquí tienen al hombre! (Jn 19, 1-5).
Entre los numerosos
cuadros que tienen por tema el Ecce Homo, hay uno que siempre me ha impresionado. Es del pintor flamenco
del siglo XVI, Jan Mostaert, y se encuentra en la National Gallery de Londres.
Trato de describirlo. Servirá para una mejor impresión en la mente del
episodio, ya que el pintor describe fielmente con los colores los datos del
relato evangélico, sobre todo el de Marcos (Mc 15,16-20).
Jesús tiene en la
cabeza una corona de espinas. Un haz de arbustos espinosos que se encontraba en
el patio, preparado quizá para encender el fuego, dio a los soldados la idea de
esta cruel parodia de su realeza. De la cabeza de Jesús descienden gotas de
sangre. Tiene la boca medio abierta, como cuando cuesta respirar. Sobre los
hombros ya tiene puesto el manto pesado y desgastado, más parecido al estaño
que a una tela. ¡Y son hombros atravesados recientemente por los golpes de la
flagelación! Tiene las muñecas unidas por una cuerda gruesa; en una mano le han
puesto una caña en forma de cetro y en la otra un haz de varas, burlándose de
los símbolos de su realeza. Jesús ya no puede ni mover un dedo, es el hombre
reducido a la impotencia más total, el prototipo de todos los esposados de la
historia.
Meditando sobre la
Pasión, el filósofo Blaise Pascal escribió un día estas palabras: “Cristo
agoniza hasta el final del mundo: no hay que dormir durante este tiempo”[i]. Hay un sentido en el que estas palabras se aplican a la
persona misma de Jesús, es decir, a la cabeza del cuerpo místico, no solo a sus
miembros. No, a pesar de que ahora está resucitado y vivo, sino precisamente
porque está resucitado y vivo. Pero dejemos a parte este significado demasiado
misteriosos para nosotros y hablemos del sentido más seguro de estas palabras.
Jesús agoniza hasta el final del mundo en cada hombre y mujer sometido a sus
mismos tormentos. “¡Lo habéis hecho a mí!” (Mt, 25, 40): esta palabra suya, no
la ha dicho solo por los que creen en Él; la ha dicho por cada hombre y mujer
hambriento, desnudo, maltratado, encarcelado.
Por una vez no pensamos
en las llagas sociales, colectivas: el hambre, la pobreza, la injusticia, la
explotación de los débiles. De estas se habla a menudo --aunque si nunca
suficiente--, pero existe el riesgo de que se conviertan en abstracto.
Categorías, no personas. Pensamos más bien en el sufrimiento de los individuos,
en las personas con un nombre y una identidad precisa; además de las torturas
decididas a sangre fría y realizadas voluntariamente, en este mismo momento,
por seres humanos a otros seres humanos, incluso a niños.
¡Cuántos “Ecce homo”
en el mundo! ¡Dios mío, cuántos “Ecce homo”! Cuántos prisioneros que se
encuentran en las mismas condiciones de Jesús en el pretorio de Pilato: solos,
esposados, torturados, a merced de militares ásperos y llenos de odios, que se
abandonan a todo tipo de crueldad física y psicológica, divirtiéndose al ver
sufrir. “¡No hay que dormir, no hay que dejarles solos!”
La exclamación “¡Ecce
homo!” no se aplica solo a las víctimas, sino también a los verdugos. Quiere
decir: ¡de esto es capaz el hombre! Con temor y temblor, decimos también: ¡de
esto somos capaces los hombres! Qué lejos estamos de la marcha inagotable del homo sapiens, el hombre que,
según algunos, debía nacer de la muerte de Dios y tomar su lugar[ii].
*
* *
Ciertamente, los
cristianos no son las únicas víctimas de la violencia homicida que hay en el
mundo, pero no se puede ignorar que en muchos países ellos son las víctimas
designadas y más frecuentes. Es de ayer la noticia de 147 cristianos asesinados
por la furia yihadista de los extremistas somalíes en un campus universitario
de Kenya, por tanto de jóvenes. Jesús dijo un día a sus discípulos: “Llegará la
hora en que los mismos que les den muerte pensarán que tributan culto a Dios”
(Jn 16, 2). Quizá nunca estas palabras han encontrado, en la historia, un
cumplimiento tan puntual como hoy.
Un obispo del siglo
III, Dionisio de Alejandría, nos dejó el testimonio de una Pascua celebrada por
los cristianos durante la feroz persecución del emperador romano Decio: “Nos
exiliaron y, solos entre todos, fuimos perseguidos y asesinados. Pero también
entonces celebramos la Pascua. Todo lugar donde se sufría se convertía para
nosotros en un lugar para celebrar la fiesta: ya fuera un campo, un desierto,
un barco, una posada, una prisión. Los mártires perfectos celebraron las
fiestas pascuales más espléndidas, al ser admitidos a la fiesta celestial”[iii]. Será así para muchos cristianos también la Pascua de este año,
el 2015 después de Cristo.
Ha habido alguno que
ha tenido la valentía de denunciar, en la prensa laica, la inquietante
indiferencia de las instituciones mundiales y de la opinión pública frente a
todo esto, recordando a qué ha llevado tal indiferencia en el pasado[iv]. Corremos el riesgo de ser todos, instituciones y personas del
mundo occidental, el Pilato que se lava las manos.
A nosotros, sin
embargo, en este día no se nos consiente hacer ninguna denuncia.
Traicionaríamos el misterio que estamos celebrando. Jesús murió gritando:
“Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). Esta oración no
es simplemente murmurada en voz baja; se grita para que se oiga bien. Es más,
no es ni siquiera una oración, es una petición perentoria, hecha con la
autoridad que le viene del ser el Hijo: “¡Padre, perdónalos!” Y ya que Él mismo
ha dicho que el Padre escuchaba cada una de sus oraciones (Jn 11, 42), debemos
creer que ha escuchado también esta última oración de la cruz, y que por tanto
los que crucificaron a Cristo han sido perdonados por Dios (por supuesto, no
sin antes haber tenido, de alguna manera, un arrepentimiento) y están con Él en
el Paraíso, testimoniando por la eternidad hasta donde ha sido capaz de llegar
el amor de Dios.
La ignorancia se
verificaba, de por sí, exclusivamente en los soldados. Pero la oración de Jesús
no se limita a ellos. La grandeza divina de su perdón consiste en que es
ofrecida también a sus más encarnizados enemigos. Justamente en favor de ellos
aduce la disculpa de la ignorancia. Aunque hayan obrado con astucia y malicia,
en realidad no sabían lo que hacían, ¡no pensaban que estaban poniendo en la
cruz a un hombre que era realmente el Mesías e Hijo de Dios! En lugar de acusar
a sus adversarios o de perdonar confiando al Padre Celeste la tarea de vengarlo,
Él los defiende.
Su ejemplo propone a
los discípulos una generosidad infinita. Perdonar con su misma grandeza de
ánimo no puede comportar simplemente una actitud negativa, con la que se
renuncia a querer el mal para quien hace el mal; tiene que entenderse en cambio
como una voluntad positiva de hacerles el bien, como mínimo con una oración
hacia Dios, en favor de ellos. “Rezad por aquellos que os persiguen” (Mt 5,
44). Este perdón no puede encontrar ni siquiera una consolación en la esperanza
de un castigo divino. Tiene que estar inspirado por una caridad que perdona al
prójimo, sin cerrar entretanto los ojos delante de la verdad, más bien
intentando detener a los malvados de manera que no hagan más mal a los otros y
a sí mismos.
Nos vienen ganas de decir:
“¡Señor, nos pides lo imposible!” Nos respondería: “Lo sé, pero yo he muerto
para poder dar lo que os pido. No os he dado solo el mandamiento de perdonar y tampoco solo un ejemplo heroico de perdón; con mi muerte
os he procurado la gracia que os vuelve capaces de perdonar. Yo no he dejado al mundo solo
una enseñanza sobre la misericordia, como han hecho muchos otros. Yo soy
también Dios y desde mi muerte he hecho partir para vosotros ríos de
misericordia. De ellos pueden llenarse las manos en el año jubilar de la
misericordia que está a punto de abrirse”.
*
* *
¿Entonces -dirá
alguno- seguir a Cristo es un volverse pasivo hacia la derrota y la muerte? ¡Al
contrario! “Tengan coraje”, Él le dijo a sus apóstoles antes de ir hacia la
Pasión: “Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). Cristo ha vencido al mundo,
venciendo el mal del mundo. La victoria definitiva del bien sobre el mal, que
se manifestará al final de los tiempos, ya vino, de derecho y de hecho, sobre
la cruz de Cristo. Ahora -decía- es el juicio de este mundo”. (Jn 12, 31).
Desde aquel día el mal pierde; y más pierde cuanto más parece triunfar. Está ya
juzgado y condenado en última instancia, con una sentencia inapelable.
Jesús le ha ganado a
la violencia no oponiendo a esa una violencia más grande, sino sufriéndola y
poniendo al desnudo toda su injusticia y su inutilidad. Ha inaugurado un nuevo
género de victoria que san Agustín ha encerrado en tres palabras: “Victor quia
victima – Vencedor porque víctima”[v]. Fue “viéndolo morir así”, que el centurión romano exclamó:
“¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!” (Mc 15,39). Los otros se
preguntaban qué significaba el fuerte grito que Jesús emitió muriendo (Mc
15,37). Él, que era experto en combatientes y combates, reconoció en seguida
que era un grito de victoria[vi].
El problema de la
violencia nos acecha, nos escandaliza, hoy que ésta ha inventado formas nuevas
y horribles de crueldad y de barbarie. Nosotros los cristianos reaccionamos
horrorizados a la idea que se pueda matar en nombre de Dios. Alguno entretanto
objeta: ¿pero la Biblia no está ella misma llena de violencia? ¿Dios no es
llamado “el Señor de los ejércitos?” ¿No le es atribuida la orden de enviar al
exterminio ciudades enteras? ¿No es Él quien ordena en la Ley mosaica numerosos
casos de pena de muerte?
Si se hubiera
dirigido a Jesús durante su vida, la misma objeción, Él habría respondido lo
que respondió sobre el divorcio: “Por la dureza de vuestro corazón Moisés les
ha permitido de repudiar a vuestras esposas, pero en el principio no era así”
(Mt 19, 8). También a propósito de la violencia “al principio no era así”. El
primer capítulo del Génesis nos presenta un mundo en el que no es ni siquiera
pensable la violencia, ni entre los humanos, ni entre los hombres y los
animales. Ni siquiera para vengar la muerte de Abel, o sea ni para castigar a
un asesino, es lícito asesinar (Jn 4, 15).
El genuino
pensamiento de Dios está expresado por el mandamiento “No asesinar”, más que
por las excepciones hechas a esto en la Ley, que son concesiones a la “dureza
del corazón” y a las costumbres de los hombres. La violencia, después del
pecado, forma parte lamentablemente de la vida y el Antiguo Testamento, que
refleja la vida y que tiene que servir a la vida, busca al menos con su
legislación y con la pena de muerte, canalizar y contener a la violencia para
que no degenere en arbitrio personal y no se destruyan mutuamente[vii].
Pablo habla de un
tiempo caracterizado por la 'tolerancia' de Dios (Rm 3, 25). Dios tolera la
violencia como tolera la poligamia, el divorcio y otras cosas, pero viene
educando al pueblo hacia un tiempo en el que su plan originario será
'recapitulado' y puesto nuevamente en honor, como para una nueva creación. Este
tiempo ha llegado con Jesús que, en el monte proclama: “Habéis oído que se
dijo: 'Ojo por ojo y diente por diente'; pero yo os digo no resistáis al mal;
antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la
otra... Habéis oído que se dijo: 'Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo';
pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen” (Mt
5, 38-39; 43-44).
El verdadero
“Discurso de la montaña” que ha cambiado el mundo no es entretanto el que Jesús
pronunció un día en una colina de Galilea, sino el que proclama ahora,
silenciosamente desde la cruz. En el Calvario Él pronuncia un definitivo “¡no!”
a la violencia, oponiendo a ella no simplemente la no-violencia, sino aún más
el perdón, la mansedumbre y el amor. Si habrá aún violencia esta no podrá, ni
siquiera remotamente, invocar a Dios y valerse de su autoridad. Hacerlo
significa hacer retroceder la idea de Dios a situaciones primitivas y groseras,
superadas por la conciencia religiosa y civil de la humanidad.
*
* *
Los verdaderos
mártires de Cristo no mueren con los puños cerrados, sino con las manos unidas.
Hemos visto tantos ejemplos. Es Dios quien a los 21 cristianos coptos
asesinados por el ISIS en Libia el 22 de febrero pasado, les ha dado la fuerza
de morir bajo los golpes, murmurando, como se ve en un vídeo, el nombre de
Jesús. Y también nosotros recemos:
“Señor Jesucristo te
pedimos por nuestros hermanos en la fe perseguidos, y por todos losEcce homo que hay en este momento en la faz de la tierra, cristianos y no
cristianos. María, a los pies de la Cruz tú te has unido al Hijo y has
murmurado detrás de Él: “¡Padre perdónalos!”: ayúdanos a vencer el mal con el
bien, no solo en el escenario grande del mundo, sino también en la vida
cotidiana, dentro de las mismas paredes de nuestra casa. Tú que “sufriendo con
el Hijo tuyo que moría en la Cruz, has cooperado de una manera toda especial a
la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente
caridad”[viii], inspira a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo
pensamientos de paz, de misericordia y de perdón. Que así sea”.
Traducción de Zenit
[i] Blaise Pascal,
“El mistero de Jesús” (Pensamientos, ed. Brunschvicg, n. 553).
[iv] Ernesto Galli della Loggia, “La indiferencia que mata”, en
“Corriere della sera” 28 de julio de 2014, p. 1.
(03 de abril de 2015) ©
Innovative Media Inc.
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