“Agradecer y pedir perdón” a Dios al
concluir el año, alienta el Papa Francisco
Papa
Francisco frente a imagen del Niño Jesús, en la Basílica de San Pedro. Foto:
L'Osservatore Romano.
VATICANO, 31 Dic. 14 / 01:07 pm (ACI/EWTN Noticias).-
Al
presidir la celebración de las primeras Vísperas de la Solemnidad de María
Santísima Madre de Dios y Te Deum de agradecimiento por el año que culmina, el
Papa Francisco alentó a los fieles a “agradecer y pedir perdón” a Dios.
El
Santo Padre subrayó que al terminar el año hoy “alabamos al Señor con el himno
del Te Deum y al mismo tiempo le pedimos perdón”.
“La
actitud de agradecer nos dispone a la humildad, a reconocer y a acoger los
dones del Señor”, indicó.
A
continuación, el texto completo de la homilía del Papa Francisco, gracias a la
traducción de Radio Vaticano:
La
Palabra de Dios nos introduce hoy, de forma especial, en el significado del
tiempo, en el comprender que el tiempo no es una realidad extraña a Dios,
simplemente por que Él ha querido revelarse y salvarnos en la historia, en el
tiempo. El significado del tiempo, la temporalidad, es la atmósfera de la
epifanía de Dios, es decir, de la manifestación del misterio de Dios y de su
amor concreto. En efecto, el tiempo es el mensajero de Dios, como decía san
Pedro Fabro.
La
liturgia de hoy nos recuerda la frase del apóstol Juan: «Hijos míos, ha llegado
la última hora» (1Jn 2,18), y la de San Pablo, que nos habla de «la plenitud
del tiempo» (Ga 4,4). Por lo que el día de hoy nos manifiesta cómo el tiempo
que ha sido – por decir así – ‘tocado’ por Cristo, el Hijo de Dios y de María,
y ha recibido de Él significados nuevos y sorprendentes: se ha vuelto ‘el
tiempo salvífico’, es decir, el tiempo definitivo de salvación y de gracia.
Y
todo esto nos invita a pensar en el final del camino de la vida,
al final de nuestro camino. Hubo un comienzo y habrá un final, «un tiempo para
nacer y un tiempo para morir», (Eclesiastés 3,2).
Con
esta verdad, bastante simple y fundamental, así como descuidada y olvidada, la
santa madre Iglesia nos enseña a concluir el año y también
nuestros días con un examen de conciencia, a través del cual volvemos a
recorrer lo que ha ocurrido; damos gracias al Señor por todo el bien que hemos
recibido y que hemos podido cumplir y, al mismo tiempo, volvemos a pensar en
nuestras faltas y en nuestros pecados: Agradecer y pedir perdón.
Es
lo que hacemos también hoy al terminar el año. Alabamos al Señor con el himno
del Te Deum y al mismo tiempo le pedimos perdón. La actitud de agradecer nos
dispone a la humildad, a reconocer y a acoger los dones del Señor.
El
apóstol Pablo resume, en la Lectura de estas Primeras Vísperas, el motivo
fundamental de nuestro dar gracias a Dios: Él nos ha hecho hijos suyos, nos ha
adoptado como hijos. ¡Este don inmerecido nos llena de una gratitud colmada de
estupor!
Alguien
podría decir: ‘Pero ¿no somos ya todos hijos suyos, por el hecho mismo de ser
hombres?’. Ciertamente, porque Dios es Padre de toda persona que viene al
mundo. Pero sin olvidar que somos alejados por Él a causa del pecado original
que nos ha separado de nuestro Padre: nuestra relación filial está
profundamente herida. Por ello Dios ha enviado a su Hijo a rescatarnos con el
precio de su sangre. Y si hay un rescate es porque hay una esclavitud. Nosotros
éramos hijos, pero nos volvimos esclavos, siguiendo la voz del Maligno. Nadie
nos rescata de aquella esclavitud substancial sino Jesús, que ha asumido
nuestra carne de la Virgen María y murió en la cruz para liberarnos, liberarnos de la esclavitud
del pecado y devolvernos la condición filial perdida.
La
liturgia de hoy recuerda también que «en el principio – antes del tiempo – era
la Palabra... y la Palabra se hizo hombre’ y por ello afirma san Ireneo: Éste
es el motivo por el cual la Palabra se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del
hombre: para que el hombre, entrando en comunión con la Palabra y recibiendo
así la filiación divina, se volviera hijo de Dios.
Al
mismo tiempo, el don mismo por el que agradecemos es también motivo de examen
de conciencia, de revisión de la vida personal y comunitaria, del preguntarnos:
¿cómo es nuestra forma de vivir? ¿Vivimos como hijos o vivimos como esclavos?
¿Vivimos como personas bautizadas en Cristo, ungidas por el Espíritu,
rescatadas, libres? O ¿vivimos según la lógica mundana, corrupta,
haciendo lo que el diablo nos hace creer que es nuestro interés?
Hay
siempre en nuestro camino existencial una tendencia a resistirnos a la
liberación; tenemos miedo de la libertad y, paradójicamente, preferimos más o
menos inconscientemente la esclavitud.
La
libertad nos asusta porque nos pone ante el tiempo y ante nuestra
responsabilidad de vivirlo bien. La esclavitud, en cambio, reduce el tiempo a
‘momento’ y así nos sentimos más seguros, es decir, nos hace vivir momentos
desligados de su pasado y de nuestro futuro. En otras palabras, la esclavitud
nos impide vivir plena y realmente el presente, porque lo vacía del pasado y lo
cierra ante el futuro, frente a la eternidad. La esclavitud nos hace creer que
no podemos soñar, volar, esperar.
Decía
hace algunos días un gran artista italiano que para el Señor fue más fácil
quitar a los israelitas de Egipto que a Egipto del corazón de los israelitas.
Habían sido liberados ‘materialmente’ de la esclavitud, pero durante el camino
en el desierto con varias dificultades y con el hambre, comenzaron entonces a
sentir nostalgia de Egipto cuando ‘comían... cebollas y ajo’; pero se olvidaban
que comían en la mesa de la esclavitud.
En
nuestro corazón se anida la nostalgia de la esclavitud, porque aparentemente
nos da más seguridad, más que la libertad, que es muy arriesgada. ¡Cómo nos
gusta estar enjaulados por tantos fuegos artificiales, aparentemente muy
lindos, pero que en realidad duran sólo pocos instantes! ¡Y Éste es el reino
del momento, esto es lo fascinante del momento!
De
este examen de conciencia depende también, para nosotros los cristianos, la
calidad de nuestro obrar, de nuestro vivir, de nuestra presencia en la ciudad,
de nuestro servicio al bien común, de nuestra participación en las
instituciones públicas y eclesiales.
Por
tal motivo, y siendo Obispo de Roma, quisiera detenerme sobre nuestro vivir en
Roma, que representa un gran don, porque significa vivir en la ciudad eterna,
significa para un cristiano, sobre todo, formar parte de la Iglesia fundada
sobre el testimonio y sobre el martirio de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo.
Y por lo tanto, también por ello rendimos gracias al Señor. Pero, al mismo
tiempo, representa una responsabilidad. Y Jesús dijo: «Al que se le confió
mucho, se le reclamará mucho más».
Por
lo tanto, preguntémonos: en esta ciudad, en esta Comunidad eclesial, ¿somos
libres o somos esclavos, somos sal y luz? ¿Somos levadura? O ¿estamos apagados,
sosos, hostiles, desalentados, irrelevantes y cansados?
Sin
duda, los graves hechos de corrupción, emergidos recientemente, requieren una
seria y conciente conversión de los corazones, para un renacer espiritual ymoral,
así como para un renovado compromiso para construir una ciudad más justa y
solidaria, donde los pobres, los débiles y los marginados estén en el centro de
nuestras preocupaciones y de nuestras acciones de cada día. ¡Es necesaria una
gran y cotidiana actitud de libertad cristiana para tener el coraje de
proclamar, en nuestra Ciudad, que hay que defender a los pobres, y no
defenderse de los pobres, que hay que servir a los débiles y no servirse de los
débiles!
La
enseñanza de un simple diácono romano nos puede ayudar. Cuando le pidieron a
San Lorenzo que llevara y mostrara los tesoros de la Iglesia, llevó simplemente
a algunos pobres. Cuando en una ciudad se cuida, socorre y ayuda a los pobres y
a los débiles a promoverse en la sociedad, ellos revelan el tesoro de la
Iglesia y un tesoro en la sociedad.
Pero,
cuando una sociedad ignora a los pobres, los persigue, los criminaliza, los
obliga a ‘mafiarse’, esa sociedad se empobrece hasta la miseria, pierde la
libertad y prefiere ‘el ajo y las cebollas’ de la esclavitud, de la esclavitud
de su egoísmo, de la esclavitud de su pusilanimidad y esa sociedad deja de ser
cristiana.
Queridos
hermanos y hermanas, concluir el año es volver a afirmar que existe una ‘última
hora’ y que existe ‘la plenitud del tiempo’. Al concluir este año, al dar
gracias y al pedir perdón, nos hará bien pedir la gracia de poder caminar en
libertad para poder reparar los tantos daños hechos y poder defendernos de la
nostalgia de la esclavitud, y no ‘añorar’ la esclavitud.
Que
la Virgen Santa, la Santa Madre de Dios, que está en el corazón del templo de
Dios – cuando la Palabra – que era en el principio – se hizo uno de nosotros en
el tiempo, Ella que ha dado al mundo al Salvador, nos ayude a acogerlo con el
corazón abierto, para ser y vivir verdaderamente libres, como hijos de Dios.
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