Audiencia General del Papa Francisco donde
explica el Triduo Pascual
Papa Francisco / Foto: Daniel Ibáñez
(ACI Prensa)
VATICANO, 01 Abr. 15 / 10:40 am (ACI).-
El
Papa Francisco dedicó la catequesis de la Audiencia General de hoy a explicar el
significado del Triduo Pascual, para invitar a los fieles a no limitarse solo a
conmemorar la Pasión del Señor sino entrar en el misterio, haciendo propios los
sentimientos y actitudes de Jesús, “como nos invita a hacer el apóstol Pablo”.
A
continuación el texto completo gracias a la traducción de Radio Vaticana:
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Esto
sucedió también en nuestro Bautismo, cuando la gracia de Dios nos ha lavado del
pecado y nos hemos revestido de Cristo (cfr. Col 3,10). Esto sucede cada vez
que realizamos el memorial del Señor en la Eucaristía: hacemos comunión con
Cristo Siervo para obedecer a su mandamiento, aquel de amarnos como Él nos ha
amado (cfr. Jn 13,34; 15,12). Si nos acercamos a la Santa Comunión sin estar
sinceramente dispuestos a lavarnos los pies los unos a los otros, no
reconocemos el Cuerpo del Señor. Es el servicio de Jesús donándose a sí mismo,
totalmente.
Después,
pasado mañana, en la liturgia del Viernes Santo, meditamos el misterio de la muerte de Cristo y
adoramos la Cruz. En los últimos instantes de vida,
antes de entregar el espíritu al Padre, Jesús dijo: “Todo se ha cumplido” (Jn
19,30). ¿Qué significa esta palabra, que Jesús diga: “Todo se ha cumplido”?
Significa que la obra de la salvación está cumplida, que todas las Escrituras
encuentran su pleno cumplimiento en el amor de Cristo, Cordero inmolado. Jesús,
con su Sacrificio, ha transformado la más grande iniquidad en el más grande
amor.
A
lo largo de los siglos encontramos hombres y mujeres que con el testimonio de
su existencia reflejan un rayo de este amor perfecto, pleno, incontaminado. Me
gusta recordar un heroico testigo de nuestros días, Don Andrea Santoro, sacerdote
de la diócesis de Roma y misionero en Turquía. Unos días antes de ser asesinado
en Trebisonda, escribía: “Estoy aquí para habitar en medio de esta gente y
permitir hacerlo a Jesús, prestándole mi carne… Nos hacemos capaces de
salvación sólo ofreciendo la propia carne. El mal del mundo hay que llevarlo y
el dolor hay que compartirlo, absorbiéndolo en la propia carne hasta el final,
como lo hizo Jesús”. (A. Polselli, Don Andrea Santoro, las herencias, Città
Nuova, Roma 2008, p. 31). Que este ejemplo de un hombre de nuestros tiempos, y
tantos otros, nos sostengan en el ofrecer nuestra vida como don de amor a los
hermanos, a imitación de Jesús. Y también hoy hay tantos hombres y mujeres,
verdaderos mártires que ofrecen su vida con Jesús para confesar la fe,
solamente por aquel motivo. Es un servicio, servicio del testimonio cristiano
hasta la sangre, servicio que nos ha hecho Cristo: nos ha redimido hasta el
final. ¡Y es éste el significado de aquella frase “Todo se ha cumplido”!
Qué
bello será que todos nosotros, al final de nuestra vida, con nuestros errores,
nuestros pecados, también con nuestras buenas obras, con nuestro amor al
prójimo, podamos decir al Padre como Jesús: ¡“Todo se ha cumplido”! Pero no con
la perfección con la que lo dijo Jesús sino decir: “Señor, he hecho todo lo que
podía hacer”. ¡“Todo se ha cumplido”! Adorando la Cruz, mirando a Jesús,
pensemos en el amor, en el servicio, en nuestra vida, en los mártires
cristianos. Y también nos hará bien pensar en el fin de nuestra vida. Ninguno
de nosotros sabe cuándo sucederá esto, pero podemos pedir la gracia de poder
decir: “Padre, he hecho todo lo que podía hacer”. ¡“Todo se ha cumplido”!
El
Sábado Santo es el día en el cual la Iglesia contempla
el “reposo” de Cristo en la tumba después del victorioso combate en la Cruz. En
el Sábado Santo, la Iglesia, una vez más, se identifica con María: toda su fe
está recogida en ella, la primera y perfecta discípula, la primera y perfecta
creyente. En la oscuridad que envuelve la creación, Ella se queda sola para
tener encendida la llama de la fe, esperando contra toda esperanza (cfr. Rm
4,18) en la Resurrección de Jesús.
Y
en la grande Vigilia Pascual, en la cual resuena nuevamente el Aleluya,
celebramos a Cristo Resucitado, centro y fin del cosmos y de la historia;
vigilamos plenos de esperanza en espera de su regreso, cuando la Pascua tendrá su plena manifestación.
A
veces, la oscuridad de la noche parece que penetra en el alma; a veces
pensamos: “ya no hay nada más que hacer”, y el corazón no encuentra más la
fuerza de amar…Pero precisamente en aquella oscuridad Cristo enciende el fuego
del amor de Dios: un resplandor rompe la oscuridad y anuncia un nuevo inicio,
algo comienza en la oscuridad más profunda. Nosotros sabemos que la noche es
más noche y tiene más oscuridad antes que comience la jornada. Pero, justamente,
en aquella oscuridad está Cristo que vence y que enciende el fuego del amor. La
piedra del dolor ha sido volcada dejando espacio a la esperanza. ¡He aquí el
gran misterio de la Pascua! En esta santa noche la Iglesia nos entrega la luz
del Resucitado, para que en nosotros no exista el lamento de quien dice “ya…”,
sino la esperanza de quien se abre a un presente lleno de futuro: Cristo ha
vencido la muerte y nosotros con Él. Nuestra vida no termina delante de la
piedra de un Sepulcro, nuestra vida va más allá, con la esperanza al Cristo que
ha resucitado, precisamente, de aquel Sepulcro. Como cristianos estamos
llamados a ser centinelas de la mañana que sepan advertir los signos del
Resucitado, como han hecho las mujeres y los discípulos que fueron al sepulcro
en el alba del primer día de la semana.
Queridos
hermanos y hermanas, en estos días del Triduo Santo no nos limitemos a
conmemorar la pasión del Señor sino que entremos en el misterio, hagamos
nuestros sus sentimientos, sus actitudes, como nos invita a hacer el apóstol
Pablo: “Tengan en ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Fil 2,5).
Entonces la nuestra será una “buena Pascua”.
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