Discurso de Benedicto XVI sobre la música
sacra en la liturgia
Benedicto XVI en su discurso sobre la
importancia de la música sacra / Foto: L'Osservatore Romano
VATICANO, 04 Jul. 15 / 09:14 am (ACI).- El Papa Emérito Benedicto XVI recibió
en la mañana del sábado 4 de julio en la localidad de Castelgandolfo, a las
afueras de Roma, el doctorado honoris causa por la Pontificia
Universidad Juan Pablo II y
la Academia de Música de Cracovia (Polonia). En el discurso de agradecimiento,
Benedicto XVI habló del significado de la música sacra y de su importancia en
la Iglesia.
El
doctorado le fue entregado por el Cardenal Arzobispo de Cracovia, Stanislaw Dziwisz,
antiguo secretario personal de San Juan Pablo II.
Benedicto
XVI también recordó algunas de sus características y el recorrido histórico que
ha desarrollado hasta la actualidad. Para el Papa Emérito, “la calidad de la
música depende de la pureza y de la grandeza del encuentro con el divino, con
la experiencia del amor y del dolor”. “La gran música sacra es una realidad de
rango teológico y de significado permanente para la fe de toda la cristiandad”;
por ello “no puede desaparecer de la liturgia”.
“En
este momento no puedo más que expresar mi más grande y cordial agradecimiento
por el honor que me han reservado ustedes confiriéndome el doctorado honoris
causa. Agradezco al Gran Canciller, su querida Eminencia elCardenal Stanislaw Dziwisz,
y las Autoridades Académicas de los dos Ateneos. Me alegra sobre todo el hecho
de que de esta manera se haya hecho todavía más profunda mi unión con Polonia,
con Cracovia, con la patria de nuestro gran santo Juan Pablo II. Porque sin él
mi camino espiritual y teológico no es siquiera imaginable. Con su ejemplo vivo
él nos ha mostrado como pueden ir de la mano la alegría de la gran música
sagrada y la tarea de la participación común en la sagrada liturgia, la alegría
solemne y la simplicidad de la humilde celebración de la fe. En los años del
post-concilio, sobre este punto se manifestó con renovada pasión un antiquísimo
contraste. Yo mismo crecí en Salisburghese marcado por la gran tradición de
esta ciudad. Aquí las misas festivas iban acompañadas por el coro y la
orquesta, que fueron parte integrante de nuestra experiencia de fe en la
celebración de la liturgia.
Permanece
indeleble grabado en mi memoria cómo, por ejemplo, apenas resonaban las
primeras notas de la Misa de
coronación de Mozart, parecía que el cielo casi
se abriera y se experimentaba de manera muy profunda la presencia del Señor.
Junto a esto, sin embargo, entonces ya estaba presente también la nueva
realidad del Movimiento litúrgico, sobre todo a través de uno de nuestros
capellanes que más tarde se convirtió en vice-regente y después en rector del
Seminario mayor de Frisinga. Durante mis estudios en Múnich de Baviera,
después, muy concretamente me introduje cada vez más en el interior del
Movimiento litúrgico a través de las lecciones del profesor Pascher, uno de los
más significativos expertos del Concilio en materia litúrgica, y sobre todo a
través de la vida litúrgica
en la comunidad del seminario. Así, poco a poco fue perceptible la tensión
entre la participatio actuosa conforme a la liturgia y la
música solemne que envolvía la acción sagrada, incluso si todavía no se sentía
tan fuerte.
En
la Constitución sobre la liturgia del Concilio Vaticano II está
escrito muy claramente: “Que se conserve y se incremente con gran cuidado el
patrimonio de la música sacra”. De otro lado el texto evidencia, cual categoría
litúrgica fundamental, la participatio actuosa de todos los
fieles a la acción sagrada.
Aquello
que en la Constitución está todavía pacíficamente junto, sucesivamente, en la
recepción del Concilio, se convirtió a menudo en una relación de dramática
tensión. Ambientes significativos del Movimiento litúrgico pensaban que, para
las grandes obras corales e incluso para las misas para orquesta, en el futuro
habría espacio sólo en las salas de concierto, no en la liturgia. Aquí hubiese
sido establecido sólo para el canto y la oración común de los fieles. Por otro
lado, existía consternación por el empobrecimiento cultural de la Iglesia que
por esto hubiera tenido como resultado. ¿Cómo conciliar las dos cosas?,
¿cómo hacer realidad el Concilio en su totalidad? Estas eran las preguntas que
se me impusieron a mí y a muchos otros fieles, a gente sencilla y a personas en
posesión de una formación teológica. A este punto quizás es justo hacer las
preguntas de fondo: ¿qué es en realidad la música?, ¿de dónde viene y a qué
atiende? Pienso que se pueden localizar tres ‘lugares’ de los cuales proviene
la música. Una primera es la experiencia del amor. Cuando los hombres fueron
atrapados por el amor, se dio en ellos otra dimensión del ser, una nueva
grandeza y amplitud de la realidad. Y ella empuja también a expresarse de un
modo nuevo. La poesía, el canto y la música en general nacieron de este ser
‘tocados’, de este quedar afectados por una nueva dimensión de la vida. Un
segundo origen de la música es la experiencia de la tristeza, el ser tocados
por la muerte, por el dolor y por los abismos de la existencia. También en este
caso se producen, en dirección opuesta, nuevas dimensiones de la realidad que
no pueden encontrar respuesta sólo en los discursos.
El
tercer lugar del origen de la música es el encuentro con el divino, que desde
el inicio es parte de lo que define al humano. La mayor razón es que aquí está
presente totalmente el otro y totalmente lo grande que suscita en el hombre
nuevos modos de expresarse. Quizás sea posible afirmar que en realidad también
en los otros dos ambientes –el amor y la muerte– el misterio divino nos toca y,
en este sentido, es el ser tocados por Dios lo que en conjunto constituyen el
origen de la música. Encuentro conmovedor observar cómo, por ejemplo, en los
salmos a los hombres no les basta sólo con el canto y se apela a todos los
instrumentos: la música escondida de la creación se despierta, su lenguaje
misterioso. Con el Salterio, en el cual obran también los dos motivos del amor
y de la muerte, nos encontramos directamente con el origen de la música de la
Iglesia de Dios. Se puede decir que la calidad de la música depende de la
pureza y de la grandeza del encuentro con el divino, con la experiencia del
amor y del dolor. Cuanto más pura y verdadera es esta experiencia, tanto más
pura y grande será también la música que de ella nace y se desarrolla. En este
punto querría expresar un pensamiento que en los últimos tiempos he tenido
sobre todo cuando las diversas culturas y religiones entran en relación entre
ellos. En el ámbito de las más diversas culturas y religiones está presente una
gran literatura, una gran arquitectura, una gran pintura y grandes escultores.
Y en todas partes está también la música. Sin embargo, en ningún otro ámbito
cultural existe una música de igual grandeza a la nacida en el ámbito de la fe
cristiana: desde Palestrina a Bach, de Händel hasta Mozart, Beethoven y
Bruckner. La música occidental es única, no tiene iguales en las otras
culturas. Esto nos debe hacer pensar. Es cierto que la música occidental supera
en mucho el ámbito religioso y eclesial. Y sin embargo, encuentra su fuente más
profunda en la liturgia en el encuentro con Dios.
En
Bach, para el cual la gloria de Dios representa el fin último de toda la
música, esto es del todo evidente. La respuesta grande y pura de la música
occidental se ha desarrollado en el encuentro con aquel Dios que, en la
liturgia, se hace presente a nosotros en Jesucristo. Esa música, para mí, es
una demostración de la verdad del cristianismo. Allí donde se desarrolla una
respuesta así, se ha dado el encuentro con la verdad, con el verdadero creador
del mundo. Por eso la gran música sagrada es una realidad de rango teológico y
de significado permanente para la fe de toda la cristiandad, también si no es
necesario que sea realizada siempre o en cualquier lugar. De otro lado, está
también claro que ella no puede desaparecer de la liturgia y que su presencia
puede ser un modo del todo especial de participación a la celebración sagrada,
al misterio de la fe.
Si
pensamos en la liturgia celebrada por San Juan Pablo II en cada continente,
vemos toda la amplitud de las posibilidades expresivas de la fe en el evento
litúrgico; y vemos también como la gran música de la tradición occidental no es
extraña a la liturgia, sino que ha nacido y crecido de ella y de este modo
contribuye siempre de nuevo a darle forma.
No
conocemos el futuro de nuestra cultura y de la música sagrada. Pero una cosa
está clara: donde realmente se da el encuentro con el Dios viviente que en
Cristo viene hacia nosotros, allí nace y crece nuevamente también la respuesta,
cuya belleza proviene de la verdad misma.
La
actividad de las dos universidades que me confieren este doctorado honoris
causa representa una contribución esencial para que el gran don de la
música sagrada que proviene de la tradición de la fe cristiana siga vivo y sea
de ayuda para que la fuerza creativa de la fe también en el futuro no se
extinga.
Por
esto les doy las gracias de corazón a todos ustedes, no sólo por el honor que
me han reservado, sino también por todo el trabajo que desarrollan al servicio
de la belleza de la fe. El Señor les bendiga a todos”.
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