EL DILEMA DE LA SANTIDAD
Sobrevivir no puede constituirse en la máxima aspiración de un cristiano.
Limitarse a comer, dormir y vivir sería sinónimo de una existencia apartada de
la gran meta a la que todo cristiano quiere llegar: la santidad.
Pero ser santo no es tarea sencilla, sobre todo cuando el concepto de
trascendencia está algo perdido entre las filosofías de la reencarnación, por
un lado, y las doctrinas nihilistas, por el otro. Además, el relativismo tan en
boga en nuestros días se encarga de teñir todo de un asombroso subjetivismo.
A diferencia de cualquier logro material —llámese un automóvil último
modelo, un ascenso laboral, un reconocimiento profesional— que es una conquista
transitoria, la santidad es un bien perdurable, mientras que los primeros son
perecederos y se acaban, entre otras cosas, por la certeza de nuestra propia
muerte. Lo material, lo terrenal, se extingue por diferentes motivos: se rompe,
se pierde, se termina por su propia imperfección. El gran problema es, en
definitiva, saber utilizar lo que tenemos entre manos para alcanzar el fin
trascendente. Y esto implica no utilizar los medios como fines: un error en la
subordinación entre ellos significaría equivocar el camino y además, con el
peligro de colocar todas nuestras esperanzas y esfuerzos en lo finito y
limitado, que nunca será capaz de colmar las expectativas y anhelos del alma
humana, que no descansa hasta encontrar a Dios.
Pero ilustremos lo expuesto hasta aquí con un ejemplo: un hombre puede
trabajar toda su vida por el bienestar de su familia, por lograr un
reconocimiento profesional y por tener una buena vida. Magnífico. Pero la
diferencia entre quien busca la santidad y quien no, estriba en la magnitud o
espacio que esos logros ocupan en su vida y en su mente. Para quien ignora su
propia necesidad de trascendencia, todo lo mencionado será meta y fin, a partir
del cual no se podrá aspirar a nada más, ya que con el logro, muere también el
esfuerzo por conquistas posteriores. Pero para quien quiere encontrar a Dios
detrás de todas las actividades, esos mismos logros serán en este caso
pasajeros, pero útiles en la medida en que engendran virtudes, hábitos y
aspiraciones, que van mucho más allá de simples conquistas materiales.
Pero lo más apasionante de la búsqueda de la santidad personal, consiste en
que Dios no pide resultados, sino más bien el esfuerzo por conseguirlos. ¿Cómo
es esto? La santidad exige perfección y sólo se alcanza con un encuentro
perfecto con la voluntad de Dios. Pero ocurre que el hombre es imperfecto en
cuanto dañado por el pecado original, entonces... ¿cómo pedirle perfección a lo
imperfecto? Bien. Aquí es donde entra en juego algo que Dios mismo regala a los
que luchan por identificarse con El: su gracia, que es capaz de santificar toda
obra del hombre hecha por amor. El hombre, por sí solo, nada puede, pero si con
la gracia de Dios.
Por eso, santidad no es sinónimo de hacer todo de modo perfecto, sino que
es hacer todo por amor a Dios. El se encargará luego, con su gracia, de
guiarnos a nuestra meta, que es gozar de su infinito amor. Si hay que hacer
todo de la mejor manera posible, desde ya, pero teniendo en cuenta nuestras
naturales limitaciones.
Es curioso, pero muchas veces se aspira a la santidad sin contar con la
ayuda de Dios. Se quiere ser santo por propia cuenta, olvidando que en realidad
no sólo no lo podremos lograr, sino que además, en muchas ocasiones, la
santidad reside no en su mismo logro, sino en la lucha por alcanzarla.
La búsqueda de la santidad en la vida ordinaria es un deber de todo
cristiano; no así la desesperación por los resultados. La oración no es
matemática ni proporcional: tal vez valdrá más una pequeña plegaria rezada con
el corazón que cientos de rosarios rezados en «piloto automático». Como decía
San Agustín: «ama y haz lo que quieras». Pero primero hay que aprender a amar.
Mariano Martín Castagneto
Licenciado en Comunicación, Universidad Católica
Argentina (UCA)
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