Aunque no parezca, la rutina de todos
los días está plagada de regalos, llena de gestos imperceptibles para los ojos
del hombre común, atraído por las superficialidades y enajenado de los momentos
de reflexión. El día a día se suele presentar como una tormenta de obsequios
que no moja ni salpica a aquellos que prefieren mirar al suelo y conformarse
con su mezquina realidad. Para descubrir hace falta detenerse al menos un
momento y tener tiempo para agradecer. Allí comenzará el itinerario de nuestra
felicidad.
El regalo de la oración de los seres
queridos, esos que rezan al amparo de una luz solitaria en el rincón de una
Iglesia mientras nosotros trabajamos. El regalo de una sonrisa de padre, al
llegar a su hogar extenuado por el día agobiante de trabajo y de pesadas
cargas, pero que siempre tiene a mano un gesto conciliador y que apaga
cualquier intento de amargura en quien lo recibe. El regalo de la madre
entregada por los suyos, que no escatima esfuerzos ni recursos para reconfortar
oportunamente a los suyos.
El regalo del asiento cedido en un
medio de transporte al ocasional necesitado del reposo; el regalo del
comentario omitido ante una ofensa llena de sin sentido; el silencio ante la
acusación injusta y la plegaria escondida por el pobre calumniador; el regalo
del perdón ante cosas que parecen imperdonables; el regalo de la paciencia de
quien nos quiere ante un nuevo repertorio de nuestros defectos más dominantes,
que abrumarían con facilidad a cualquiera que se dejara llevar por el egoísmo
de pensar en su perfectibilidad y se considerase extranjero en el mundo de las
falencias humanas.
Regalar es un arte, pero dejarse regalar también lo es. Es admitir la
necesidad de ayuda, de consuelo, de perdón; hacerse cargo de la realidad personal
y concebir que está siempre incompleta si nos falta quien nos quiera. Dice el
genial escritor francés André Maurois: «Si regalar es un arte, recibir es otro,
no menos difícil. Quien, cuando recibe un regalo bien elegido, es incapaz de
imaginar las prolongadas reflexiones y las pacientes gestiones de quien hace el
regalo, no sabrá agradecerlo como merece»[1]. Y la cita vale tanto para los regalos
materiales como para los que son para el alma.
Regalar es un arte. El arte de
desprenderse del asfixiante clima de egoísmo que suele ser el camino preferido
que toma una y otra vez nuestro aburrido pensamiento. Regalar es despojarse de
criterios propios frente a lo intrascendente y otorgar credibilidad ante lo que
es muy válido aunque nos parezca diferente y reprobable. Y regalarse a uno
mismo la el hábito de saber perdonarnos, de darnos otro oportunidad una y otra
vez.
A veces, el regalo es doblemente
excitante por lo inesperado. No esperemos a que el homenajeado cumpla años para
decirle que le queremos, que lo llevamos en el corazón, que pensamos en él, que
no concebimos la vida sin su ayuda y que es lo más valioso que tenemos a
nuestro lado. No esperemos a que los seres queridos descansen para siempre y
recién entonces decir todo lo que por falso pudor o cobardía no les quisimos
decir. Regalemos ahora, sin escatimar esfuerzos, sin ahorrar gestos de amor, de
comprensión. Regalemos generosamente, sin intenciones efectistas, sin esperar el
agradecimiento. Habremos hecho, sin saberlo, mucho bien.
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