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Eleuterio Fernández Guzmán
Oídos sordos a Dios
Hay personas creyentes que sostienen
que, aunque oren y recen no escuchan nada de lo que, se supone, Dios les está
diciendo. Esperan, a lo mejor, que una voz venida del más allá, les comunique
lo que tienen que hacer o que, en todo caso, les censure lo que no deberían
llevar a cabo.
Tal forma de pensar es, además de
curiosa, un poco ilusoria porque Dios, el Creador, el Omnipotente se dirige a
cada uno de nosotros de muchas formas pero no, como es lógico, de viva voz como
si se tratara de alguien con quien platicamos amigablemente.
En el Salmo 85, el salmista se dirige a
Dios con lo que muy bien podemos entender como un intento de escuchar al
Creador dirigiéndose al mismo al reconocerle poder sobre su persona y sobre
toda la creación. Dice el mismo lo siguiente:
«Tiende tu oído, Yahveh, respóndeme,
que soy desventurado y pobre, / guarda mi alma, porque yo te amo, salva a tu
siervo que confía en ti. Tú eres mi Dios, / tenme piedad, Señor, pues a ti
clamo todo el día; / recrea el alma de tu siervo, cuando hacia ti, Señor,
levanto mi alma. / Pues tú eres, Señor, bueno, indulgente, rico en amor para todos
los que te invocan; / Yahveh, presta oído a mi plegaria, atiende a la voz de
mis súplicas.»
Nos dirigimos, pues, a Dios porque
pedir siempre está en el horizonte de los hijos que saben que su Padre los
escuchará. Sin embargo, a la hora de escuchar lo que quiere de nosotros y,
sobre todo, lo que espera de su descendencia, no hacemos otro tanto.
A este respecto, Benedicto XVI, en la
Audiencia General del 7 de marzo de 2012, nos insta al silencio para escuchar a
Dios porque «La primera es la disposición para acoger la Palabra de Dios. Es
necesario favorecer el silencio interior y exterior para que dicha Palabra
pueda ser escuchada. Con frecuencia, los Evangelios nos presentan al Señor que
se retira solo a un lugar apartado para orar». Además, «el silencio tiene la
capacidad de abrir en la profundidad de nuestro ser un espacio interior, para
que Dios habite, para que permanezca su mensaje, y nuestro amor por Él penetre
la mente, el corazón, y aliente toda la existencia"».
Habla y escribe el Santo Padre sobre
«disposición» para acoger lo que Dios quiere de nosotros porque es en su misma
Palabra donde podemos encontrar respuesta a nuestras peticiones y a lo que, en
realidad, queremos del Creador.
Aquellos, por lo tanto, que buscan
donde, en realidad, nada van a encontrar, sólo se hacen daño a sí mismos y a la
fe que tienen en Dios. En realidad, les bastaría con escuchar la voz del
Creador en su Palabra para darse cuenta de que siempre ha estado ahí y que
nunca ha abandonado, el Padre, a sus hijos.
Tiene, además, para quien así actúa,
muy malas consecuencias de cara a su vida definitiva, la eterna. Esto es así
porque muchas son las veces que Jesucristo habla de la importancia de llevar
una vida adecuada a la voluntad de Dios con vistas a lo que tiene que venir tras
el paso por este valle de lágrimas.
Pero no vaya a creer nadie que no
tenemos, digamos, «pista» alguna sobre cómo debemos escuchar a Dios e, incluso,
qué tenemos que tener en cuenta.
Ya en el Génesis (17, 1) Dios dice a
Abraham «Yo soy El Sadday, anda en mi presencia y sé perfecto» que era una
forma bastante evidente de expresar cuál debía ser el comportamiento de aquel
padre en la fe. La perfección estaba, según aquello, en escuchar a Dios que
hablaba, por ejemplo, a través de sus profetas.
Pero luego, ya entrado en último
tiempo, el final de los tiempos, cuando Jesús, a los pocos días de haberse
presentado al mundo, es invitado a una boda en Caná, y, como sabemos, se dio la
circunstancia de que los novios se quedaran sin vino. Su madre, la Madre de Dios,
dijo aquello tan conocido (Jn 2, 5) de «Haced lo que Él os diga» porque sabía
que sólo así el camino escogido sería el correcto. Hacer lo que Cristo quiere
que hagamos es una forma más que adecuada de escuchar a Dios porque el Cristo
es Dios hecho hombre.
Pero como Jesús siempre sale en nuestro
auxilio y en esta necesidad, la de escuchar a Dios y la de tenerlo en cuenta en
nuestra vida, no podía ser menos. En el Evangelio de San Mateo, en el marco de
las Bienaventuranzas y en lo mucho de lo bueno y magnífico que recoge quien
fuera recaudador de impuestos en el capítulo 5 de su Evangelio, dice en un
momento determinado (48) lo que es, realmente, definitivo: «Sed, pues,
perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto».
Entonces… en la perfección de Dios está
el verdadero sentido de nuestra escucha. Oír y escuchar al Creador a través de
su Obra y de su Palabra es, verdaderamente, el único sentido que tiene una vida
de creyente en el Todopoderoso.
Hacer otra cosa como, por ejemplo,
mirar para otro lado cuando nos habla a través de Él mismo o de su Hijo
Jesucristo es hacernos un favor muy flaco y es, además, querer manifestar una
querencia menguada por la vida eterna.
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