viernes, 4 de julio de 2014





EN LAS FUENTES DE LA ALEGRÍA (003)
SAN FRANCISCO DE SALES
(Recopilación y engarce de textos por el canónigo F. Vidal)


EL AMOR A NUESTRA VOCACIÓN


«Ademas de los mandamientos generales -escribe san Francisco de Sales-, hay que cumplir exactamente los mandamientos particulares que nuestra vocación nos impone»', porque también ellos son expresión de la voluntad divina.«Y quien no los cumpliere -prosigue-, aunque resucitara muertos, no dejaría de estar en pecado y condenarse si muriera así. Por ejemplo, los obispos tienen el deber de visitar a sus ovejas, para enseñarles, corregirlas y consolarlas. Si yo permaneciera toda la semana en oración, si ayunara toda mi vida, pero no visitase a las mías, me perdería. Si una persona casada hiciera milagros pero no cumpliese sus deberes matrimoniales para con su cónyuge, o no cuidase de sus hijos, sería peor que un infiel, dice san Pablo».Esta es una verdad que es necesario profundizar: nuestra vocación y sus deberes son queridos por Dios. Pero ¿nos consagramos verdaderamente a los deberes de nuestro estado de vida para agradar a Dios? «¡Ay! -decía el Santo-, todos los días pedimos a Dios que se haga su voluntad, y, cuando llega el momento de cumplirla, ¡cuánto trabajo nos cuesta! Nos ofrecemos al Señor, le repetimos: Señor, soy todo vuestro, aquí tenéis mi corazón. Pero cuando quiere servirse de él, ¡somos tan cobardes! ¿Cómo podemos decirle que somos suyos, si no queremos acomodar nuestra voluntad a la de Él?». ''Tengamos en cuenta,

además, que esos «mandamientos particulares de nuestra vocación», son, al igual que los generales, «dulces, agradables y suaves». «¿Qué es, pues, lo que nos los hace molestos? En realidad, solamente nuestra propia voluntad, que quiere reinar en nosotros al precio que sea ... Queremos servir a Dios, pero haciendo nuestra voluntad y no la suya. No nos corresponde a nosotros escoger a nuestro gusto; tenemos que ver lo que Dios quiere, y si Él quiere que yo le sirva en una cosa, no debo servirle en otra».Pero eso no hasta. Una persona fervorosa, «devota», como dice el obispo, debe cumplir sus deberes, todos sus deberes, con amor y con gozo.

«Esto no es todo -continúa san Francisco de Sales-, sino que, para ser devoto, no sólo hay que querer cumplir la voluntad de Dios, sino hacerlo con alegría. Si yo no fuera obispo, quizá no querría serlo, por saber lo que sé; pero, puesto que lo soy, no solamente estoy obligado a hacer todo lo que esa penosa vocación exige, sino que debo hacerlo con gozo, y complacerme en ello y sentir agrado. Es lo que dice san Pablo: que cada uno permanezca en su vocación ante Dios. No tenemos que llevar la cruz de los demás, sino la nuestra, y para poderla llevar, quiere núestro Señor que cada uno se renuncie a sí mismo, es decir, a su propia voluntad. Es una tentación decir: Yo quisiera esto y lo otro, yo preferiría estar aquí o allá. Nuestro Señor sabe bien lo que hace; hagamos lo que Él quiere y quedémonos donde Él nos ha puesto»."
Y es que, efectivamente, nos sucede que no queremos aceptar nuestra vocación e intentamos huir de ella. ¿Es quizá la prosaica monotonía de la vida cotidiana, para la que tanta paciencia necesitamos; o el gris descolorido de nuestras jornadas, que exaspera nuestros nervios y nos hace soñar con otra situación más fácil que podría darnos la sensación de que estábamos en nuestro lugar y, libres de irritantes servidumbres, podríamos, por fin, lograr la felicidad?Todo eso es un vano sueño que corre el riesgo de ser peligroso, porque nos hace imaginar un estado de vida que no es el que Dios ha querido para nosotros. «Es cierto -escribía san Francisco de Sales a la baronesa de Chantal- , que nada nos impide tanto perfeccionarnos en nuestra vocación como aspirar a otra; porque, en vez de trabajar én el campo propio, enviamos nuestros bueyes y nuestro arado al campo del vecino, donde ciertamente no cosecharemos este año. Y todo eso es una pérdida de tiempo, pues es imposible que, teniendo puestos nuestros pensamientos y esperanzas en otra parte, podamos aplicarnos a conseguir las virtudes requeridas para el lugar en que nos encontramos».
Las carmelitas acababan de establecerse en Francia. La Sra. Brúlart, esposa del presidente del Parlamento de Borgoña, se ocupaba activamente en su instalación y le gustaba hablar largo y tendido con ellas. San Francisco de Sales, a quien esta mujer, de elevada y sólida piedad, había confiado la dirección de su alma, no dejaba de inquietarse por ello y escribía así a la Sra. de Chantal:
«¡Cuánto me satisface que nuestro Dijon haya recibido a las buenas carmelitas de la Madre Teresa! ¡Que Dios las haga fructificar para gloria suya! Mucho me alegra que la Sra. Brúlart se ocupe tanto de ellas, con tal que su corazón no se deje llevar por vanos deseos de esa vida, puesto que ella debe cultivar otra distinta. Es de maravillar, hija mía, la firmeza de mis ideas respecto a no sembrar en el campo del vecino, por hermoso que sea, mientras que el nuestro tiene tanta necesidad. La dispersión del corazón es siempre peligrosa: tener el corazón en un lugar y el deber en otro» .

Y, en efecto, la presidenta Brúlart, al salir de esas conversaciones espirituales que encantaban su espíritu y ensanchaban su corazón, experimentaba cierto fastidio al tener que enfrentarse con la monotonía de su vida cotidiana. Y su santo director le escribía:«Ved, hija mía, que los que comen miel frecuentemente, encuentran más agrias las cosas agrias y más amargas las amargas y sólo quieren comida refinada. Vuestra alma, dedicada con frecuencia a ejercicios espirituales que son dulces y agradables al espíritu, al volver a los quehaceres corporales, exteriores y materiales, los encuentra. Y es que, efectivamente, nos sucede que no queremos aceptar nuestra vocación e intentamos huir de ella. ¿Es quizá la prosaica monotonía de la vida cotidiana, para la que tanta paciencia necesitamos; o el gris descolorido de nuestras jornadas, que exaspera nuestros nervios y nos hace soñar con otra situación más fácil que podría darnos la sensación de que estábamos en nuestro lugar y, libres de irritantes servidumbres, podríamos, por fin, lograr la felicidad?
Todo eso es un vano sueño que corre el riesgo de ser peligroso, porque nos hace imaginar un estado de vida que no es el que Dios ha querido para nosotros.«Es cierto -escribía san Francisco de Sales a la baronesa de Chantal-, que nada nos impide tanto perfeccionarnos en nuestra vocación como aspirar a otra; porque, en vez de trabajar én el campo propio, enviamos nuestros bueyes y nuestro arado al campo del vecino, donde ciertamente no cosecharemos este año. Y todo eso es una pérdida de tiempo, pues es imposible que, teniendo puestos nuestros pensamientos y esperanzas en otra parte, podamos aplicarnos a conseguir las virtudes requeridas para el lugar en que nos encontramos».

Las carmelitas acababan de establecerse en Francia. La Sra. Brúlart, esposa del presidente del Parlamento de Borgoña, se ocupaba activamente en su instalación y le gustaba hablar largo y tendido con ellas. San Francisco de Sales, a quien esta mujer, de elevada y sólida piedad, había confiado la dirección de su alma, no dejaba de inquietarse por ello y escribía así a la Sra. de Chantal:
«¡Cuánto me satisface que nuestro Dijon haya recibido a las buenas carmelitas de la Madre Teresa! ¡Que Dios las haga fructificar para gloria suya! Mucho me alegra que la Sra. Brúlart se ocupe tanto de ellas, con tal que su corazón no se deje llevar por vanos deseos de esa vida, puesto que ella debe cultivar otra distinta. Es de maravillar, hija mía, la firmeza de mis ideas respecto a no sembrar en el campo del vecino, por hermoso que sea, mientras que el nuestro tiene tanta necesidad. La dispersión del corazón es siempre peligrosa: tener el corazón en un lugar y el deber en otro»
Y, en efecto, la presidenta Brúlart, al salir de esas conversaciones espirituales que encantaban su espíritu y ensanchaban su corazón, experimentaba cierto fastidio al tener que enfrentarse con la monotonía de su vida cotidiana. Y su santo director le escribía:«Ved, hija mía, que los que comen miel frecuentemente, encuentran más agrias las cosas agrias y más amargas las amargas y sólo quieren comida refinada. Vuestra alma, dedicada con frecuencia a ejercicios espirituales que son dulces y agradables al espíritu, al volver a los quehaceres corporales, exteriores y materiales, los encuentra molestos y desagradables y, por ello, se impacienta fácilmente». En verdad es bueno desplegar las alas y volar cual mística paloma hacia las serenas cimas de la alta piedad, lejos de las mezquindades de la tierra. Pero debemos permanecer en la vida real, en los valles profundos, con sus preocupaciones, y en medio de la confusión de lo material, puesto que ésa es la voluntad de Dios. En este sentido, el obispo apunta la siguiente idea:
«Habéis de ser paloma, no solamente al volar en la oración, sino también en el nido y con todos los que están a vuestro alrededor» Y no se cansa de repetir a la Sra. Brúlart en sus cartas esta austera doctrina:«Perseverad en venceros en esas pequeñas contrariedades que sentís cada día, poniendo en ello todo vuestro empeño. Y estad segura de que Dios, por el momento, no quiere otra cosa de vos; por lo tanto, no os entretengáis en hacer otra cosa. No sembréis vuestros deseos en jardín ajeno, sino cultivad bien el vuestro. No queráis ser lo que no sois, sino desead, más bien, ser con perfección lo que sois; ocupad, para ello, vuestro pensamiento en ser cada vez mejor y en llevar las cruces, pequeñas o grandes, que vayáis encontrando.Creedme, esta es la palabra clave, y la menos entendida, en la dirección espiritual. La mayoría escoge según su gusto, pero pocos escogen según su deber y según el gusto de Dios nuestro Señor. ¿De qué nos serviría edificar castillos en España teniendo que vivir en Francia? Esta es mi lección de siempre, y la comprendéis muy bien. Decidme si la practicáis, hija mía».
Ella, al menos, se esforzaba en practicarla. Y un día el obispo recibió una carta suya que le hizo estremecer de gozo. La carta se ha perdido, pero conservamos la respuesta de san Francisco de Sales:«Son palabras maravillosas las que me decís: que el Señor me ponga en la salsa que quiera; todo me es igual, con tal de que yo le sirva».Efectivamente, son palabras maravillosas, porque, en su prosaico realismo, suponen una gran docilidad a la voluntad divina. Y san Francisco de Sales le contesta siguiéndole el juego con esas mismas palabras:«Saboread bien esa salsa en vuestro espíritu, paladeadla en vuestra boca, sin tragarla de golpe».Pero le advierte que esté atenta, pues en un momento de entusiasmo ¡es tan fácil hacerse ilusiones...!

«La Madre Teresa, a quien me complace saber que amáis tanto, dice en alguna parte que a menudo decimos tales palabras por costumbre y sin demasiada reflexión, y nos aconseja que las digamos desde el fondo del alma, aunque ni si quiera entonces las pongamos en práctica, como sabemos por experiencia».Efectivamente, la presidenta lo había experimentado...
«Me decís que cualquiera que sea la salsa en que Dios os ponga, os da lo mismo. Pues bien, ya sabéis en qué salsa os ha puesto, en qué estado y condición. Y, decidme, ¿os da lo mismo? Bien sabéis cuál es vuestra deuda diaria, la que Dios quiere que le paguéis, y a la que os referís en vuestra carta; pero no veo que os dé lo mismo. ¡Dios mío, qué sutilmente se mete el amor propio en nuestros gustos y afectos, aunque parezcan devotos!» .Por tanto, hay que reconocer y aceptar la voluntad de Dios; es más, hay que amarla y amar todas sus consecuencias.
«Ahí está la clave -concluye san Francisco de Sales-. Hay que buscar lo que Dios quiere y, una vez sabido, tratar de hacerlo con alegría o, al menos, con valor. Y no sólo eso; hay que amar la voluntad de Dios y las obligaciones que de ella se derivan para nosotros, aunque tuviéramos que guardar puercos toda
la vida, o hacer los menesteres más bajos del mundo, porque cualquiera que sea la salsa en que Dios nos ponga, nos debe dar lo mismo. En la perfección, esa es la diana a la que debemos apuntar, y quien más se aproxime a ella, se llevará el premio ».

Es la misma doctrina que trata de hacer comprender a otra de sus dirigidas, la Sra. Le Blanc de Mions, a la que había conocido cuando predicaba la cuaresma en Grenoble, en 1617. A esta señora la habían casado imprudentemente en su juventud, con un hombre que derrochaba su fortuna y que, para colmo, su conducta dejaba mucho que desear. Ella tenía una imaginación muy viva, lo cual acrecentaba sus males.«Tiene mucha necesidad de ser ayudada, escribía san Francisco de Sales, y apoyada con dulzura, por la multitud de dificultades que la vivacidad de su espíritu le proporciona, lo cual es causa de que se le acrecienten sus males».
Ella misma confesaba a la Sra. de Chantal que no podía pensar en un pastor que está en el campo «sin suspirar de envidia por su felicidad». Y precisamente, en esta tentación era donde estaba el peligro. Por ello, san Francisco de Sales le escribe:«Os digo, hija mía, con respecto a esa tentación vuestra de siempre, y os lo digo con toda firmeza, que seríais muy fiel a la voluntad de la Providencia, si aceptaseis con toda humildad y sinceridad el designio celeste, que es el que os ha puesto donde estáis. Tenemos que permanecer en la barca en que estamos mientras dura el trayecto de esta vida a la otra. Y debemos hacerlo de buen grado y con amor; porque, aunque algunas veces no haya sido la mano de Dios la que nos ha puesto allí, sino la de los hombres, una vez en la barca, estamos allí porque Dios lo quiere, por lo que debemos seguir en ella de buena gana y con gusto».Bien sabe el obispo que esta doctrina le será dura de oír, y por eso, vuelve sobre ella con insistencia:«Os ruego encarecidamente que seáis fiel en practicar la aceptación y dependencia propia de vuestro estado».
Pero esto lleva consigo exigencias que le serán penosas, como, por ejemplo, que el nombre de su marido, que ella calla obstinadamente, salga a veces de sus labios.«Por eso, querida hija, habrá ocasiones en las que deberéis nombrar a la persona que sabéis, y cuyo nombre os cuesta tanto pronunciar» .¿Esto quiere decir que debe abstenerse de todo reproche? No, ciertamente.«Yo le he dicho que puede hablar enérgica y resueltamente cuando la ocasión lo requiera, para mantener en su sitio a quien ella sabe; pero que su fuerza será mayor si está tranquila y actúa razonablemente y sin dejarse llevar de la pasión».El obispo le pide aún más:«Es preciso que algunas veces, junto a vuestros reproches, empleéis palabras de respeto». Y añade: «Esto es de tal importancia para la perfección de vuestra alma que lo escribiría gustosamente con mi sangre».
No ignora que le está pidiendo algo heroico, pero, si Dios así lo exige, no debemos dudar: «Hay que dejar que las espinas de las dificultades ciñan nuestra cabeza y que la lanzada de la contradicción traspase nuestro corazón. Beber la hiel y tragar el vinagre... puesto que Dios así lo quiere». Aceptar lealmente nuestro estado de vida sin tratar de rehuirlo bajo ningún pretexto, es lo que nos pide san Francisco de Sales, si estamos resueltos a cumplir la voluntad de Dios.Pero esta tentación de evasión no se da sola-mente entre los casados. El claustro tampoco la ignora. A la propia Sra. Brúlart, cuya hermana, Rosa Bourgeois, era la abadesa de Puits d'Orbe, le escribía así:

«El mayor de los males entre personas de buena voluntad, es que suelen querer ser lo que no pueden ser. Me han dicho que esas buenas monjas están prendadas del olor de santidad que exhalan las santas carmelitas y que todas desearían estar en el Carmelo. Pero, puesto que eso no es factible, pienso que no sacan el debido fruto de ese buen ejemplo, que debería servirles para animarse a abrazar la perfección de su estado y no para turbarlas y hacerles desear algo que no pueden conseguir. La naturaleza ha dado una ley a las abejas: que cada una haga la miel en su panal y de las flores que tiene a su alrededor».Pero nosotros no tenemos la docilidad de las abejas y envidiamos otros panales. Y esto, ¡ay!, es cosa muy común, como le dice el obispo a la Sra. de Chantal hablando de estas mismas religiosas: «He escrito a la abadesa de Puits d'Orbe, de la que no he recibido noticias desde hace mucho tiempo. Tengo entendido que sus hijas suspiran por las carmelitas, donde no pueden entrar, y descuidan la perfección de su monasterio, cosa que tienen mucho más a su alcance. Es lo que suele ocurrir».
Esta fue la constante doctrina del Santo. Para ir a Dios hay muchos caminos, y quizá más excelsos que el nuestro. Reconozcamos su excel situd, pero pongamos todo nuestro empeño en progresar en el que Dios nos ha puesto, porque es ahí donde Él nos quiere.«No lo dudéis, mi querida hija, la verdadera luz del cielo os hace ver vuestro camino y os conducirá por él felizmente. Hay, sin duda, caminos más excelentes, pero no para vos; y las excelencias del camino no son las que hacen excelentes a los caminantes, sino su rapidez y agilidad. Todo lo que intente apartaros de ese camino, tenedlo por tentación, tanto más

peligrosa cuanto más atractiva. Nada es tan agradable a la divina Majestad como la perseverancia; y las virtudes pequeñas, como la hospitalidad, hacen más perfectos a los que en ellas perseveran hasta el fin, que las grandes, si sólo se practican de cuando en cuando y por variar. Estad, por tanto, tranquila y decid: ¡cuántos caminos para ir al cielo!; benditos sean los que andan por ellos; pero ya que éste es el mío, lo recorreré con paz, sinceridad, sencillez y humildad. Sin duda, querida hija, la simplicidad del corazón es el más excelente medio de perfección. Amadlo todo, alabadlo todo, pero no sigáis, no aspiréis sino a la vocación de esta Providencia celestial, y no tengáis sino un corazón dirigido a ello». «Marchad con decisión por el camino en que la Providencia de Dios os ha puesto, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, porque ése es el camino de la perfección para vos. Y esa satisfacción espiritual, aunque sea sin gusto, vale más que mil agradables consuelos».«¡Vamos, hija mía!, estamos en el buen camino. No miréis ni a derecha ni a izquierda, porque éste es el mejor para nosotros.No nos distraigamos en considerar la hermosura de otras vías; saludemos simplemente a quienes transitan por ellas y digámosles con sencillez: que Dios nos guíe hasta encontrarnos en su morada».


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