SAN FRANCISCO DE SALES
(Recopilación y engarce de textos por el canónigo F. Vidal)
EL AMOR A NUESTRA VOCACIÓN
«Ademas de
los mandamientos generales -escribe san Francisco de Sales-, hay que cumplir
exactamente los mandamientos particulares que nuestra vocación nos impone»',
porque también ellos son expresión de la voluntad divina.«Y quien no los
cumpliere -prosigue-, aunque resucitara muertos, no dejaría de estar en pecado
y condenarse si muriera así. Por ejemplo, los obispos tienen el deber de
visitar a sus ovejas, para enseñarles, corregirlas y consolarlas. Si yo permaneciera
toda la semana en oración, si ayunara toda mi vida, pero no visitase a las
mías, me perdería. Si una persona casada hiciera milagros pero no cumpliese sus
deberes matrimoniales para con su cónyuge, o no cuidase de sus hijos, sería
peor que un infiel, dice san Pablo».Esta es una verdad que es necesario
profundizar: nuestra vocación y sus deberes son queridos por Dios. Pero ¿nos
consagramos verdaderamente a los deberes de nuestro estado de vida para agradar
a Dios? «¡Ay! -decía el Santo-, todos los días pedimos a Dios que se haga su
voluntad, y, cuando llega el momento de cumplirla, ¡cuánto trabajo nos cuesta!
Nos ofrecemos al Señor, le repetimos: Señor, soy todo vuestro, aquí tenéis mi
corazón. Pero cuando quiere servirse de él, ¡somos tan cobardes! ¿Cómo podemos
decirle que somos suyos, si no queremos acomodar nuestra voluntad a la de Él?».
''Tengamos en cuenta,
además, que
esos «mandamientos particulares de nuestra vocación», son, al igual que los
generales, «dulces, agradables y suaves». «¿Qué es, pues, lo que nos los hace
molestos? En realidad, solamente nuestra propia voluntad, que quiere reinar en
nosotros al precio que sea ... Queremos servir a Dios, pero haciendo nuestra
voluntad y no la suya. No nos corresponde a nosotros escoger a nuestro gusto;
tenemos que ver lo que Dios quiere, y si Él quiere que yo le sirva en una cosa,
no debo servirle en otra».Pero eso no hasta. Una persona fervorosa, «devota»,
como dice el obispo, debe cumplir sus deberes, todos sus deberes, con amor y
con gozo.
«Esto no es todo -continúa san
Francisco de Sales-, sino que, para ser devoto, no sólo hay que querer cumplir
la voluntad de Dios, sino hacerlo con alegría. Si yo no fuera obispo, quizá no
querría serlo, por saber lo que sé; pero, puesto que lo soy, no solamente estoy
obligado a hacer todo lo que esa penosa vocación exige, sino que debo hacerlo
con gozo, y complacerme en ello y sentir agrado. Es lo que dice san Pablo: que
cada uno permanezca en su vocación ante Dios. No tenemos que llevar la cruz de
los demás, sino la nuestra, y para poderla llevar, quiere núestro Señor que
cada uno se renuncie a sí mismo, es decir, a su propia voluntad. Es una
tentación decir: Yo quisiera esto y lo otro, yo preferiría estar aquí o allá.
Nuestro Señor sabe bien lo que hace; hagamos lo que Él quiere y quedémonos
donde Él nos ha puesto»."
Y es que, efectivamente, nos
sucede que no queremos aceptar nuestra vocación e intentamos huir de ella. ¿Es
quizá la prosaica monotonía de la vida cotidiana, para la que tanta paciencia
necesitamos; o el gris descolorido de nuestras jornadas, que exaspera nuestros
nervios y nos hace soñar con otra situación más fácil que podría darnos la
sensación de que estábamos en nuestro lugar y, libres de irritantes
servidumbres, podríamos, por fin, lograr la felicidad?Todo eso es un vano sueño
que corre el riesgo de ser peligroso, porque nos hace imaginar un estado de
vida que no es el que Dios ha querido para nosotros. «Es cierto -escribía san
Francisco de Sales a la baronesa de Chantal- , que nada nos impide tanto
perfeccionarnos en nuestra vocación como aspirar a otra; porque, en vez de
trabajar én el campo propio, enviamos nuestros bueyes y nuestro arado al campo
del vecino, donde ciertamente no cosecharemos este año. Y todo eso es una
pérdida de tiempo, pues es imposible que, teniendo puestos nuestros
pensamientos y esperanzas en otra parte, podamos aplicarnos a conseguir las
virtudes requeridas para el lugar en que nos encontramos».
Las carmelitas acababan de
establecerse en Francia. La Sra. Brúlart, esposa del presidente del Parlamento
de Borgoña, se ocupaba activamente en su instalación y le gustaba hablar largo
y tendido con ellas. San Francisco de Sales, a quien esta mujer, de elevada y
sólida piedad, había confiado la dirección de su alma, no dejaba de inquietarse
por ello y escribía así a la Sra. de Chantal:
«¡Cuánto me
satisface que nuestro Dijon haya recibido a las buenas carmelitas de la Madre
Teresa! ¡Que Dios las haga fructificar para gloria suya! Mucho me alegra que la
Sra. Brúlart se ocupe tanto de ellas, con tal que su corazón no se deje llevar
por vanos deseos de esa vida, puesto que ella debe cultivar otra distinta. Es
de maravillar, hija mía, la firmeza de mis ideas respecto a no sembrar en el
campo del vecino, por hermoso que sea, mientras que el nuestro tiene tanta
necesidad. La dispersión del corazón es siempre peligrosa: tener el corazón en
un lugar y el deber en otro» .
Y, en efecto, la presidenta
Brúlart, al salir de esas conversaciones espirituales que encantaban su
espíritu y ensanchaban su corazón, experimentaba cierto fastidio al tener que
enfrentarse con la monotonía de su vida cotidiana. Y su santo director le
escribía:«Ved, hija mía, que los que comen miel frecuentemente, encuentran más
agrias las cosas agrias y más amargas las amargas y sólo quieren comida
refinada. Vuestra alma, dedicada con frecuencia a ejercicios espirituales que
son dulces y agradables al espíritu, al volver a los quehaceres corporales,
exteriores y materiales, los encuentra. Y es que, efectivamente, nos sucede que
no queremos aceptar nuestra vocación e intentamos huir de ella. ¿Es quizá la
prosaica monotonía de la vida cotidiana, para la que tanta paciencia
necesitamos; o el gris descolorido de nuestras jornadas, que exaspera nuestros
nervios y nos hace soñar con otra situación más fácil que podría darnos la
sensación de que estábamos en nuestro lugar y, libres de irritantes
servidumbres, podríamos, por fin, lograr la felicidad?
Todo eso es
un vano sueño que corre el riesgo de ser peligroso, porque nos hace imaginar un
estado de vida que no es el que Dios ha querido para nosotros.«Es cierto
-escribía san Francisco de Sales a la baronesa de Chantal-, que nada nos impide
tanto perfeccionarnos en nuestra vocación como aspirar a otra; porque, en vez
de trabajar én el campo propio, enviamos nuestros bueyes y nuestro arado al
campo del vecino, donde ciertamente no cosecharemos este año. Y todo eso es una
pérdida de tiempo, pues es imposible que, teniendo puestos nuestros pensamientos
y esperanzas en otra parte, podamos aplicarnos a conseguir las virtudes
requeridas para el lugar en que nos encontramos».
Las carmelitas acababan de
establecerse en Francia. La Sra. Brúlart, esposa del presidente del Parlamento
de Borgoña, se ocupaba activamente en su instalación y le gustaba hablar largo
y tendido con ellas. San Francisco de Sales, a quien esta mujer, de elevada y
sólida piedad, había confiado la dirección de su alma, no dejaba de inquietarse
por ello y escribía así a la Sra. de Chantal:
«¡Cuánto me satisface que nuestro
Dijon haya recibido a las buenas carmelitas de la Madre Teresa! ¡Que Dios las
haga fructificar para gloria suya! Mucho me alegra que la Sra. Brúlart se ocupe
tanto de ellas, con tal que su corazón no se deje llevar por vanos deseos de
esa vida, puesto que ella debe cultivar otra distinta. Es de maravillar, hija
mía, la firmeza de mis ideas respecto a no sembrar en el campo del vecino, por
hermoso que sea, mientras que el nuestro tiene tanta necesidad. La dispersión del
corazón es siempre peligrosa: tener el corazón en un lugar y el deber en otro»
Y, en efecto, la presidenta
Brúlart, al salir de esas conversaciones espirituales que encantaban su
espíritu y ensanchaban su corazón, experimentaba cierto fastidio al tener que
enfrentarse con la monotonía de su vida cotidiana. Y su santo director le
escribía:«Ved, hija mía, que los que comen miel frecuentemente, encuentran más
agrias las cosas agrias y más amargas las amargas y sólo quieren comida
refinada. Vuestra alma, dedicada con frecuencia a ejercicios espirituales que
son dulces y agradables al espíritu, al volver a los quehaceres corporales,
exteriores y materiales, los encuentra molestos y desagradables y, por ello, se
impacienta fácilmente». En verdad es bueno desplegar las alas y volar cual
mística paloma hacia las serenas cimas de la alta piedad, lejos de las
mezquindades de la tierra. Pero debemos permanecer en la vida real, en los
valles profundos, con sus preocupaciones, y en medio de la confusión de lo
material, puesto que ésa es la voluntad de Dios. En este sentido, el obispo
apunta la siguiente idea:
«Habéis de ser paloma, no
solamente al volar en la oración, sino también en el nido y con todos los que
están a vuestro alrededor» Y no se cansa de repetir a la Sra. Brúlart en sus
cartas esta austera doctrina:«Perseverad en venceros en esas pequeñas
contrariedades que sentís cada día, poniendo en ello todo vuestro empeño. Y
estad segura de que Dios, por el momento, no quiere otra cosa de vos; por lo
tanto, no os entretengáis en hacer otra cosa. No sembréis vuestros deseos en
jardín ajeno, sino cultivad bien el vuestro. No queráis ser lo que no sois,
sino desead, más bien, ser con perfección lo que sois; ocupad, para ello,
vuestro pensamiento en ser cada vez mejor y en llevar las cruces, pequeñas o
grandes, que vayáis encontrando.Creedme, esta es la palabra clave, y la menos
entendida, en la dirección espiritual. La mayoría escoge según su gusto, pero
pocos escogen según su deber y según el gusto de Dios nuestro Señor. ¿De qué
nos serviría edificar castillos en España teniendo que vivir en Francia? Esta
es mi lección de siempre, y la comprendéis muy bien. Decidme si la practicáis,
hija mía».
Ella, al
menos, se esforzaba en practicarla. Y un día el obispo recibió una carta suya
que le hizo estremecer de gozo. La carta se ha perdido, pero conservamos la
respuesta de san Francisco de Sales:«Son palabras maravillosas las que me
decís: que el Señor me ponga en la salsa que quiera; todo me es igual, con tal
de que yo le sirva».Efectivamente, son palabras maravillosas, porque, en su
prosaico realismo, suponen una gran docilidad a la voluntad divina. Y san
Francisco de Sales le contesta siguiéndole el juego con esas mismas
palabras:«Saboread bien esa salsa en vuestro espíritu, paladeadla en vuestra
boca, sin tragarla de golpe».Pero le advierte que esté atenta, pues en un
momento de entusiasmo ¡es tan fácil hacerse ilusiones...!
«La Madre Teresa, a quien me
complace saber que amáis tanto, dice en alguna parte que a menudo decimos tales
palabras por costumbre y sin demasiada reflexión, y nos aconseja que las
digamos desde el fondo del alma, aunque ni si quiera entonces las pongamos en
práctica, como sabemos por experiencia».Efectivamente, la presidenta lo había
experimentado...
«Me decís que cualquiera que sea
la salsa en que Dios os ponga, os da lo mismo. Pues bien, ya sabéis en qué
salsa os ha puesto, en qué estado y condición. Y, decidme, ¿os da lo mismo?
Bien sabéis cuál es vuestra deuda diaria, la que Dios quiere que le paguéis, y
a la que os referís en vuestra carta; pero no veo que os dé lo mismo. ¡Dios
mío, qué sutilmente se mete el amor propio en nuestros gustos y afectos, aunque
parezcan devotos!» .Por tanto, hay que reconocer y aceptar la voluntad de Dios;
es más, hay que amarla y amar todas sus consecuencias.
«Ahí está la
clave -concluye san Francisco de Sales-. Hay que buscar lo que Dios quiere y,
una vez sabido, tratar de hacerlo con alegría o, al menos, con valor. Y no sólo
eso; hay que amar la voluntad de Dios y las obligaciones que de ella se derivan
para nosotros, aunque tuviéramos que guardar puercos toda
la vida, o
hacer los menesteres más bajos del mundo, porque cualquiera que sea la salsa en
que Dios nos ponga, nos debe dar lo mismo. En la perfección, esa es la diana a
la que debemos apuntar, y quien más se aproxime a ella, se llevará el premio ».
Es la misma doctrina que trata de
hacer comprender a otra de sus dirigidas, la Sra. Le Blanc de Mions, a la que
había conocido cuando predicaba la cuaresma en Grenoble, en 1617. A esta señora
la habían casado imprudentemente en su juventud, con un hombre que derrochaba
su fortuna y que, para colmo, su conducta dejaba mucho que desear. Ella tenía
una imaginación muy viva, lo cual acrecentaba sus males.«Tiene mucha necesidad
de ser ayudada, escribía san Francisco de Sales, y apoyada con dulzura, por la
multitud de dificultades que la vivacidad de su espíritu le proporciona, lo
cual es causa de que se le acrecienten sus males».
Ella misma confesaba a la Sra. de
Chantal que no podía pensar en un pastor que está en el campo «sin suspirar de
envidia por su felicidad». Y precisamente, en esta tentación era donde estaba
el peligro. Por ello, san Francisco de Sales le escribe:«Os digo, hija mía, con
respecto a esa tentación vuestra de siempre, y os lo digo con toda firmeza, que
seríais muy fiel a la voluntad de la Providencia, si aceptaseis con toda
humildad y sinceridad el designio celeste, que es el que os ha puesto donde
estáis. Tenemos que permanecer en la barca en que estamos mientras dura el
trayecto de esta vida a la otra. Y debemos hacerlo de buen grado y con amor;
porque, aunque algunas veces no haya sido la mano de Dios la que nos ha puesto
allí, sino la de los hombres, una vez en la barca, estamos allí porque Dios lo
quiere, por lo que debemos seguir en ella de buena gana y con gusto».Bien sabe
el obispo que esta doctrina le será dura de oír, y por eso, vuelve sobre ella
con insistencia:«Os ruego encarecidamente que seáis fiel en practicar la
aceptación y dependencia propia de vuestro estado».
Pero esto lleva consigo
exigencias que le serán penosas, como, por ejemplo, que el nombre de su marido,
que ella calla obstinadamente, salga a veces de sus labios.«Por eso, querida
hija, habrá ocasiones en las que deberéis nombrar a la persona que sabéis, y
cuyo nombre os cuesta tanto pronunciar» .¿Esto quiere decir que debe abstenerse
de todo reproche? No, ciertamente.«Yo le he dicho que puede hablar enérgica y
resueltamente cuando la ocasión lo requiera, para mantener en su sitio a quien
ella sabe; pero que su fuerza será mayor si está tranquila y actúa
razonablemente y sin dejarse llevar de la pasión».El obispo le pide aún más:«Es
preciso que algunas veces, junto a vuestros reproches, empleéis palabras de
respeto». Y añade: «Esto es de tal importancia para la perfección de vuestra
alma que lo escribiría gustosamente con mi sangre».
No ignora
que le está pidiendo algo heroico, pero, si Dios así lo exige, no debemos
dudar: «Hay que dejar que las espinas de las dificultades ciñan nuestra cabeza
y que la lanzada de la contradicción traspase nuestro corazón. Beber la hiel y
tragar el vinagre... puesto que Dios así lo quiere». Aceptar lealmente nuestro
estado de vida sin tratar de rehuirlo bajo ningún pretexto, es lo que nos pide
san Francisco de Sales, si estamos resueltos a cumplir la voluntad de Dios.Pero
esta tentación de evasión no se da sola-mente entre los casados. El claustro
tampoco la ignora. A la propia Sra. Brúlart, cuya hermana, Rosa Bourgeois, era
la abadesa de Puits d'Orbe, le escribía así:
«El mayor de los males entre
personas de buena voluntad, es que suelen querer ser lo que no pueden ser. Me
han dicho que esas buenas monjas están prendadas del olor de santidad que
exhalan las santas carmelitas y que todas desearían estar en el Carmelo. Pero,
puesto que eso no es factible, pienso que no sacan el debido fruto de ese buen
ejemplo, que debería servirles para animarse a abrazar la perfección de su
estado y no para turbarlas y hacerles desear algo que no pueden conseguir. La
naturaleza ha dado una ley a las abejas: que cada una haga la miel en su panal
y de las flores que tiene a su alrededor».Pero nosotros no tenemos la docilidad
de las abejas y envidiamos otros panales. Y esto, ¡ay!, es cosa muy común, como
le dice el obispo a la Sra. de Chantal hablando de estas mismas religiosas: «He
escrito a la abadesa de Puits d'Orbe, de la que no he recibido noticias desde
hace mucho tiempo. Tengo entendido que sus hijas suspiran por las carmelitas,
donde no pueden entrar, y descuidan la perfección de su monasterio, cosa que
tienen mucho más a su alcance. Es lo que suele ocurrir».
Esta fue la
constante doctrina del Santo. Para ir a Dios hay muchos caminos, y quizá más
excelsos que el nuestro. Reconozcamos su excel situd, pero pongamos todo
nuestro empeño en progresar en el que Dios nos ha puesto, porque es ahí donde
Él nos quiere.«No lo dudéis, mi querida hija, la verdadera luz del cielo os
hace ver vuestro camino y os conducirá por él felizmente. Hay, sin duda,
caminos más excelentes, pero no para vos; y las excelencias del camino no son
las que hacen excelentes a los caminantes, sino su rapidez y agilidad. Todo lo
que intente apartaros de ese camino, tenedlo por tentación, tanto más
peligrosa cuanto más atractiva.
Nada es tan agradable a la divina Majestad como la perseverancia; y las
virtudes pequeñas, como la hospitalidad, hacen más perfectos a los que en ellas
perseveran hasta el fin, que las grandes, si sólo se practican de cuando en
cuando y por variar. Estad, por tanto, tranquila y decid: ¡cuántos caminos para
ir al cielo!; benditos sean los que andan por ellos; pero ya que éste es el
mío, lo recorreré con paz, sinceridad, sencillez y humildad. Sin duda, querida
hija, la simplicidad del corazón es el más excelente medio de perfección.
Amadlo todo, alabadlo todo, pero no sigáis, no aspiréis sino a la vocación de
esta Providencia celestial, y no tengáis sino un corazón dirigido a ello».
«Marchad con decisión por el camino en que la Providencia de Dios os ha puesto,
sin mirar ni a derecha ni a izquierda, porque ése es el camino de la perfección
para vos. Y esa satisfacción espiritual, aunque sea sin gusto, vale más que mil
agradables consuelos».«¡Vamos, hija mía!, estamos en el buen camino. No miréis
ni a derecha ni a izquierda, porque éste es el mejor para nosotros.No nos
distraigamos en considerar la hermosura de otras vías; saludemos simplemente a
quienes transitan por ellas y digámosles con sencillez: que Dios nos guíe hasta
encontrarnos en su morada».
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