EN LAS FUENTES DE LA ALEGRÍA (004)
SAN FRANCISCO DE SALES
(Recopilación y engarce de textos por el canónigo F. Vidal)
Cumplimiento de nuestros deberes de estado
La voluntad de Dios exige, en fin,
que cumplamos con amorosa fidelidad todos los deberes que comporta nuestro
estado de vida, que por esa razón se les llama «deberes de estado». Santa
Francisca era una mujer casada que vivía en Roma en el siglo XV. Estaba
persuadida de que la santidad está en el camino que nos ofrece cada una de
nuestras jornadas, en que los deberes de nuestra vida cotidiana se presentan
ante nosotros con desigual atractivo.
Un día, mientras rezaba «el Oficio de
nuestra Señora, su marido la llamó para algún quehacer doméstico». Dejó la
oración y acudió inmediatamente junto a su marido. Apenas vuelta a su rezo del
Oficio, la volvieron a llamar; y así ha ta cuatro veces seguidas. Y cada vez,
con la misma prontitud, dejaba la oración, convencida de que sus deberes de
esposa y de ama de casa eran más importantes que un ejercicio piadoso. Y cuando
al fin pudo ponerse en oración, el versículo «que tantas veces había dejado por
obediencia y vuelto a tomar por devoción», lo encontró «escrito en bellas
letras de oro». Me diréis: ¡una piadosa leyenda! ¿Lo creéis así? Cuántas veces
nos sucede tener que dejar nuestras
ocupaciones: a veces, porque llega una visita cuando
estamos sumidos en un trabajo que nos absorbe; en otras ocasiones, son los
niños, una tarea doméstica, nuestra vida social o las múltiples molestias
cotidianas las que interfieren en nuestra actividad y la interrumpen. Y cuando
por la noche volvemos la mirada hacia ese día tan fragmentado y vemos nuestros
trabajos interrumpidos, nuestras ocupaciones abandonadas y nuestros proyectos
echados por tierra, sentimos la tentación de entristecernos y lamentarnos del
vacío y pobreza de nuestra vida. Pero si consintiésemos en admitir un sentido
más exacto de la realidad, ¿no nos daríamos cuenta de que todo eso es oro puro,
porque con ello estamos cumpliendo nuestro deber y, en definitiva, la voluntad
de Dios sobre nosotros?
Nuestra vida será tanto más rica cuanto más estrecha
sea nuestra unión con la voluntad divina. «Pensad a menudo que todo el valor de
lo que hacemos está en la conformidad que tengamos con la voluntad de Dios. Si
yo como o bebo porque ésa es la voluntad de Dios, le soy más agradable que si
sufriera la muerte sin tener esa intención».El amor que ponemos en nuestros
actos es lo que les da diferente valor, cualesquiera que sean las tareas en que
nos ocupemos:«Estas tareas pueden ser, ciertamente, muy variadas, pero el amor
con el que las tenemos que hacer es siempre el mismo. Solamente el amor es el
que da diferente valor a nuestras acciones.
El divino Salvador es el Hijo muy amado del Padre
cuando se humilla en el río Jordán, cuando es exaltado en las bodas de Caná,
cuando aparece transfigurado en el monte Tabor y cuando está crucificado en el
Calvario, porque en todas sus obras honra a su Padre con el mismo corazón, la
misma sumisión y el mismo amor. Tratemos también nosotros de tener un amor
exquisito y noble, que nos haga buscar únicamente lo que agrada a nuestro
Señor, y Él hará que nuestras acciones sean grandes y perfectas, por pequeñas y
vulgares que puedan parecer».
Afortunadamente, esto es así. Debajo
de la pobre ganga que envuelve la mayor parte de nuestros actos, se descubre el
oro de «un amor exquisito y noble», que busca únicamente «agradar a nuestro
Señor». Por eso, el obispo no duda en aconsejar:«Haced mucho
por Dios, pero no hagáis nada sin amor. Poned amor en todos vuestros actos,
incluso cuando comáis y bebáis».
Y afirma:«El amor es el que da valor a todas nuestras
obras. No agradamos a Dios por la grandeza de éstas, o por su gran número, sino
por el amor con que las hacemos».¡Qué error creer que la multiplicidad de
nuestras obras favorece nuestro progreso espiritual! Esa era la ilusión de
aquellas religiosas, que hacía sonreír, con su amable indulgencia, a san
Francisco de Sales.
«Hace algún tiempo -contaba él a sus
Hijas de la Visitación- unas santas religiosas me dijeron: Monseñor, ¿qué
podemos hacer este año? El año pasado ayunamos tres días por semana y nos
disciplinamos otros tantos. ¿Qué haremos este año? Tendremos que hacer algo
más, para dar gracias a Dios por el año pasado, y para ir avanzando en el
camino hacia Él. Y les respondí: como bien decís, hay que avanzar siempre; pero
no se avanza como pensáis, por el número de ejercicios piadosos, sino por la
perfección con que los hacemos... El año pasado ayunasteis tres días por semana
y os disciplinasteis también tres veces se-manales. Si quisierais hacer el
doble este año, os ocuparía la semana entera. Pero, ¿cómo os las arreglaríais
el año próximo? Necesitaríais una semana de nueve días, o ayunar dos veces al
día» .Y concluía el Santo: «¡Es gran locura la de aquellos que sueñan con ser
martirizados en las Indias y no ponen todo el empeño en hacer lo que deben
según su estado! Se engañan también quienes quieren comer más de lo que pueden
digerir».Y con frecuencia insiste sobre esta verdad que nos parece evidente,
pero que a veces estamos tentados de olvidar en la práctica: «No conquistamos
la perfección por la multi-plicidad de cosas que hacemos, sino por la exactitud
y pureza de intención con que las hacemos». Pongamos, pues, nuestro empeño, no
en hacer mucho, sino en hacerlo bien. Y cuando queramos hacer el doble, que sea
nuestro esmero, no nuestras devociones, el que se duplique:
«Pongamos todo nuestro interés, no en redoblar
nuestros deseos ni nuestras obras, sino en aumentar la perfección de lo que
hacemos, tratando así de ganar más por un solo acto, cosa que indudablemente
lograremos, que por otros cien hechos siguiendo nuestra inclinación y nuestro
gusto».
La perfección de nuestros actos
revela el amor que tenemos en el corazón: «Hay que hacer crecer ese amor por
las raíces y no por las ramas».
Y lo explicaba así:«Crecer por las
ramas es querer hacer una infinidad de actos de virtud, muchos de los cuales
son no solamente defectuosos, sino a menudo hasta superfluos, parecidos a esos
pámpanos inútiles de la vid que hay que cortar para que engorden las uvas.
Crecer por la raíz, por el contrario, es hacer pocas obras, pero con mucha
perfección, o sea, con gran amor de Dios, pues en esto consiste la perfección
del cristiano».'' ¡Cuánto nos engañaríamos si tan sólo juzgásemos el valor de
nuestros actos por su grandeza! ¿Hay algo más grande que el martirio? ¿Qué es a
su lado una bofetada? Sin embargo, no juzguemos por las apariencias; valoremos
el peso del amor:«El amor es el que da perfección y valor a nuestras obras...
Si una persona sufre el
martirio por Dios con una onza de amor, tiene mucho mérito, porque no podría
dar nada más grande que su vida. Pero si otra recibe una bofetada con dos onzas
de amor, tendría mucho más mérito, porque la caridad y el amor son los que dan
valor a todo»''Y decía a sus visitandinas:«A menudo encontramos personas
débiles de cuerpo y de espíritu, que sólo se ocupan en cosas pequeñas, pero que
las hacen con tanta caridad que sobrepasan con mucho el mérito de acciones
grandes y elevadas».Y añadía:«Sin embargo, si se hace una obra grande con tanta
caridad como la pequeña, sin duda el que la hace tendrá más mérito y mayor
recompensa». Concluía diciéndoles:«La caridad da el valor y el mérito a todas
nuestras obras, de forma que todo el bien que hacemos es preciso hacerlo por
amor de Dios y el mal que evitamos, es preciso evitarlo por amor de Dios».
Tenemos que penetrar hasta el fondo de esta hermosa
doctrina salesiana, tan rica en atrayentes perspectivas; doctrina que introduce
la santidad en toda nuestra vida, que nos la pone al alcance de la mano y la
acrecienta y fortalece mediante la práctica de las «pequeñas virtudes» que con
tanta frecuencia nos salen al paso cada día.
Hace entrar la santidad en toda nuestra
vida, porque cada ademán y cada paso a que nos obliga el deber cotidiano
aumenta en nosotros la gracia santificante.La oración y los sacramentos son las
fuentes ordinarias de la vida de gracia. Pero también lo son -y pensamos poco
en ello-, toda la serie de actos que a lo largo del día hacemos estando en
amistad con Dios.
«Porque así como en la `Arabia Feliz'
no sólo las plantas aromáticas, sino todas las demás, tienen buen olor porque
participan de la bondad del suelo, así las almas llenas de caridad comunican la
virtud del santo amor no sólo a sus obras importantes, sino
también a sus pequeñas tareas, y las hacen de olor agradable a la Majestad de
Dios, por lo cual el Señor aumenta en ellas la santa caridad». Así pues, Dios
tiene tanto amor a nuestras almas que «su divina Bondad hace que saquemos
provecho de todas las cosas, que todas redunden para nuestro bien, por pequeñas
y humildes que sean.
Pero quiere que nos esforcemos por crecer en su amor.
Porque, en mayor o menor medida, todos perseguimos la amistad con Dios, pero
únicamente las almas generosas -y, por supuesto, en muy diversos grados-
penetran en la intimidad de Dios. ¡Qué diferencia a este respecto, entre un
cristiano corriente, que vive en estado de gracia pero con tibieza, y el santo
que pone en sus obras un gran amor! Y es a esto a lo que debemos aspirar,
porque si bien hasta «las pequeñas obras que se hacen con cierto descuido, sin
poner en ellas toda la fuerza de la caridad, son agradables a Dios y tienen
valor ante Él», sin embargo «un corazón lleno de amor tratará de poner en sus
acciones todo su fervor y cariño, para aumentar mucho su caridad».
Esta doctrina pone la santidad al alcance de nuestra
mano. Quizá creíamos que había que ir a buscarla muy lejos, muy arriba, allá en
las nubes, cuando en realidad está muy cerca, en las obligaciones de cada día,
y nos va arraigando al suelo donde la Providencia nos ha colocado. «El modo con
que hagamos la santa voluntad de Dios, sea mediante obras elevadas o humildes,
carece de importancia. Suspirad con insistencia por la unión de vuestra
voluntad con la de nuestro Señor... No os afanéis, ni multipliquéis los deseos
de hacer cosas que os son imposibles». Y es que no tenemos siempre la
posibilidad de hacer algo grande, y quizá nunca la tengamos; pero, en cambio,
siempre está a nuestro alcance el aceptar con amor las pequeñas contrariedades
que a diario se nos ofrecen con largueza.
«Yo sé muy bien, mi querida hermana, que
las pequeñas contrariedades suelen molestar más que las grandes, porque son
muchas e inoportunas; y las domésticas más que las de fuera. Pero también sé
que dominarlas es muchas veces una victoria irás agradable a Dios que otras que
a los ojos del mundo parecen de mayor mérito».''
Por eso, es conveniente que nos
preparemos no solamente para «las grandes aflicciones, sino también para los
pequeños disgustos y molestias...». Y hace notar el obispo que en esto «se
engañan muchas personas, porque sólo se preparan para las grandes adversidades
y se quedan apenas sin fuerzas y sin la menor resistencia ante las pequeñas;
cuando sería preferible estar menos preparado para las grandes, que suelen
llegarnos muy de tarde en tarde, y estarlo más para las pequeñas, que se nos
presentan diariamente en cualquier momento. Voy a poneros un ejemplo de lo que
digo: si yo me preparase a soportar la muerte con paciencia, aunque no me va a
llegar más que una sola vez, pero no me preparo para soportar las incomodidades
que me ocasiona el carácter de las personas con las que trato, o el mal humor
que puede depararme mi cargo, cosas que se presentan cien veces al día, ésa
sería la causa de mis imperfecciones» . No nos lamentemos; esforcémonos por
someternos mansamente a la voluntad de Dios cuando lleguen «esas pequeñas
molestias diarias». «En cuanto a vuestras quejas, de que sois miserable y
desgraciada, ¡Dios mío, querida hija!, es preciso que os guardéis de ellas,
porque, aparte de que tales expresiones son impropias de una sierva de Dios,
provienen de un corazón muy abatido y, más que de impaciencia, son de cólera.
Hija mía, tenéis que hacer un gran esfuerzo por ser
dulce y por someteros a la voluntad de Dios, no sólo en cosas extraordinarias,
sino, sobre todo, en los pequeños disgustos cotidianos. Preparaos por las
mañanas, al dar gracias después de comer, o antes y después de cenar, y
obtendréis con ello vuestra recompensa, aunque sólo sea temporal. Pero hacedlo
con mucha tranquilidad y alegría, me refiero a esos ejercicios; y si cometéis
alguna falta, humillaos y volved a empezar». Aceptemos valerosamente las
mortificaciones que se nos presentan, las cruces que Dios pone sobre nuestros
hombros, sean de la madera que sean:
«Cuidad de practicar especialmente aquellas
mortificaciones que se os presentan más a menudo. Ésa es vuestra primera tarea;
después, vendrán otras. Besad con frecuencia y de todo corazón las cruces que
el mismo Señor ha puesto sobre vuestros hombros; no miréis si son de madera
preciosa y aromática; son más cruz si están hechas de madera vulgar, sin valor,
y de olor desagradable».
Guardémonos de despreciar estas
pequeñas renuncias. Estemos atentos, pues, por su insignificante apariencia,
corren el peligro de ocultarnos a Cristo. Dada nuestra manía de grandezas,
podemos ser víctimas de la ilusión, como María Magdalena, que no reconoció a
Jesús «bajo el sencillo traje de jardinero». «Magdalena busca a nuestro Señor
teniéndole delante; y le pregunta a Él mismo. Puesto que no le veía en la forma
que ella quería, no le bastó con tenerle delante, empeñada en encontrarlo lleno
de
gloria... y no vestido como un pobre
jardinero. Pero al fin lo reconoció cuando Él le dijo: ¡María! Ya veis, mi
querida hermana, hija mía, es al Señor vestido de jardinero al que encontraréis
todos los días aquí y allá, cada vez que se os presenten esas mortificaciones
corrientes. Os gustaría que Él os enviase otras mortificaciones más grandes.
Pero, ¡oh, Dios mío!, sabed que las más grandes no son siempre las mejores. ¿No
creéis que os está diciendo María, María? No, antes de que le veáis en su
gloria, quiere plantar en vuestro jardín muchas flores pequeñas y humildes,
pero a su gusto; por eso va vestido así. ¡Que nuestros corazones estén por
siempre unidos al suyo y nuestras voluntades a la suya!».
En consecuencia, la vida cotidiana, por las incesantes
renuncias que nos impone, es una maravillosa maestra de santidad, si sabemos
someternos a su austera disciplina.
«¡Oh Dios mío!, mi querida hija, ¡qué santos y qué
agradables a Dios seríamos si supiésemos aprovechar bien todas las ocasiones de
mortificarnos que nuestra vocación nos proporciona!».Son precisamente las
mortificaciones que nos proporciona nuestra vocación, y no las que escoge
nuestra propia voluntad, las que nos hacen santos y agradables a Dios.
Esforcémonos, por tanto, en imitar no a «los jóvenes aprendices en el amor a
Dios», sino a «los viejos maestros en el oficio».«Los jóvenes aprendices se
ciñen ellos mismos; eligen las mortificaciones que les parece, escogen la
penitencia, así como su propia entrega y devoción y mezclan mucho su voluntad
con la de Dios. En cambio, los viejos maestros en el oficio se dejan atar y
ceñir por otro y se someten al yugo que se les impone, yendo por caminos que no
recorrerían de seguir su inclinación. Es verdad que extienden las manos; pero,
a pesar de la resistencia que encuentran en sus inclinaciones, se dejan
gobernar de buen grado contra su voluntad, y dicen que vale más obedecer que
hacer ofrendas. Y así glorifican a Dios, crucificando no solamente su carne,
sino también su espíritu».
Vemos que la doctrina de san Francisco
de Sales nos obliga a la práctica de «esas pequeñas y humildes virtudes que,
cual flores, crecen al pie de la cruz» y extraen del sacrificio un aroma
discreto y penetrante que perfuma toda nuestra vida. Imaginémonos lo que supone
de renuncias íntimas y, por tanto, de fuerza de voluntad y de amor, esa página
de la Introducción a la vida devota, en el capítulo que lleva como sugestivo
título «De cómo hay que serfiel en las ocasiones grandes y en las pequeñas».
San Francisco de Sales enumera allí algunas de esas `cosas pequeñas y
abyectas'", mediante las cuales podemos «arrebatar por amor» el corazón de
Dios. «Soportad con toda dulzura -le dice allí a Filotea-, las pequeñas
ofensas, las ligeras molestias y privaciones que sufrís a diario, pues con todas
estas menudas ocasiones, si las aprovecháis con amor y dilección, ganaréis
enteramente su Corazón y será todo vuestro. Las pequeñas obras de caridad de
cada día, un dolor de cabeza o de muelas, una desilusión, las rarezas del
marido o de la mujer, el vaso que se rompe, un desprecio o una burla, los
guantes, el anillo o el pañuelo que se pierden, la molestia de tener que
acostarse pronto y levantarse temprano para orar, para comulgar, el ligero
sonrojo que sentimos al hacer ciertas devociones en público. En fin, todos
estos pequeños sufrimientos, aceptados y abrazados con amor, agradan mucho a la
divina Bondad, que ha prometido que por un solo vaso de agua dará un océano de
felicidad a sus fieles. Y puesto que esas ocasiones se nos presentan a cada
momento, si las empleamos bien, son un magnífico medio de acumular grandes
riquezas espirituales».
Pero esas riquezas espirituales no las obtendremos
sino al precio de un gran esfuerzo y gracias a «esas pequeñas y humildes
virtudes» a las que el obispo quiere que todos nos apliquemos. «¡Ánimo, pues,
hija mía!; caminemos por esos valles de las pequeñas y humildes virtudes. Allí
encontraremos rosas entre las espinas, veremos la caridad que brilla entre las
penas interiores y exteriores; los lirios de la pureza, las violetas de la
mortificación... y tantas cosas más. Por encima de todo, prefiero estas tres
pequeñas virtudes: la dulzura de corazón, la pobreza de espíritu y la sencillez
de vida. Y estas acciones tan vulgares: visitar a los enfermos, servir a los
pobres, consolar a los afligidos y otras semejantes. Pero todo ello sin afán,
con verdadera libertad. No, nuestros brazos aún no son suficientemente largos
para alcanzar los cedros del Líbano; contentémonos, pues, con el hisopo de los
valles».San Francisco siente gran desprecio por esos espíritus enfermizos que
se imaginan tener grandes arrebatos y éxtasis, con lo cual se creen dispensados
de ejercitarse en desprenderse de su propia voluntad y en sufrir con paciencia
al pró-jimo. Por eso, escribe:«La verdadera santidad está en el amor de Dios y
no en futilidades de la imaginación, como raptos y arrebatos, que alimentan el
amor propio y alejan de la obediencia y de la humildad. Fingirse extasiados es
un engaño. Ejercitémonos en la verdadera dulzura y sumisión, en el
renunciamiento propio, en la docilidad de corazón, en el amor a lo que nos
humilla, en la condescenden-cia hacia los demás: ése es el éxtasis verdadero y
más amable de los siervos de Dios».A esta clase de
éxtasis es a la que invitaba a las
personas que se ponían bajo su dirección espiritual. A la Sra. de Chantal, que
era el alma más grande, más fuerte y más generosa que había conocido, le
escribía en estos términos: «Hilad, no con esos gruesos husos que vuestros
dedos no sabrían manejar, sino sólo con los que están a vuestro alcance, esto
es, la humildad, la paciencia, la humillación, la dulzura de corazón, la
resignación, la sencillez, la caridad con los pobres enfermos, la tolerancia
con los que os enojan. Éstos y otros actos semejantes son los que se acomodarán
al pequeño huso, que os resultará fácil de manejar conversando con santa
Mónica, santa Paula, santa Isabel, santa Ludivina y tantas otras que están a
los pies de vuestra gloriosa Abadesa . Ella, que bien puede manejar husos de
cualquier tamaño, prefiere los pequeños, yo creo que para darnos ejemplo».''
Y, por eso, el obispo admiraba la santidad de las
modestas aldeanas, que con la sencillez de su corazón, daban a Dios el fiel
testimonio de su amor mediante la aceptación generosa de los deberes que su
estado les imponía.«Pronto os enviaré -escribía a la Sra. de Chantal- el
resumen de la vida de una santa cam-pesina de mi diócesis, casada, y que a sus
cuarenta y ocho años nos ha dejado todas las señales de una vida de perfección
en lo interior y en lo exterior; porque ella ha sido una Mónica en su familia y
una Magdalena en la oración».'' Os digo la verdad-añadía el obispo-, hay un no
sé qué de bueno en esa pequeña historia de una mujer casada, que tuvo la
benevolencia de ser una de mis grandes amigas y que muchas veces me encomendó a
Dios» .«¡Oh, hija mía! -concluía-, ¿por qué no seremos santos teniendo tantos
ejemplos cerca y lejos, en la ciudad y en el campo? Todo nos habla a favor de
la santidad y, sin embargo, vacuos muy lentos hacia ella. Esta idea me deja muy
confundido».De hecho, él mismo se acusaba de tibieza en el cumplimiento de los
deberes de su cargo y confesaba «ser muy poco diligente en la búsqueda de sus
ovejas».
Con ocasión de la visita pastoral que hizo en 1606 a
las parroquias de su diócesis, comentaba que entre «montes que aterraban,
cubiertos por espesos hielos», había visto «maravillas en esos lugares: valles
llenos de casas y montes totalmente cubiertos de hielo». Y se decía a sí mismo:
«Las pobres viudas y las pobres campesinas son fértiles como los hondos valles;
y los obispos, tan encumbrados en la Iglesia de Dios, ¡están completamente
helados! ¡Ay!, ¿dónde habrá un sol lo suficientemente fuerte para fundir el
hielo que a mí me congela?». Estas reflexiones se le suscitaron con motivo de
un accidente, cuyo solo relato le hacía «estremecer las entrañas de temor»:
«Unos ocho días antes de llegar a la
región de los hielos, un pobre pastor que andaba buscando una vaca que se le
había perdido, dio un paso en falso y cayó en una sima muy profunda. Nunca se
hubiera sabido de él, a no ser por el sombrero, que, al caerse el pastor, se
quedó enganchado en el borde de la sima, indicando así el lugar de su
desaparición. Y, ¡oh, Dios!, he ahí que uno de sus vecinos, que se había
prestado a que le bajasen con una cuerda para ir a buscarlo, lo encontró no ya
muerto, sino casi convertido en un témpano de hielo. En ese estado, se abrazó a
él y gritó que tiraran de la cuerda enseguida, para no morir él también
congelado. Y lo izaron con el muerto entre sus brazos ... ¡Qué aguijón fue esto
para mí, mi querida hija! Ese pastor corriendo por lugares tan peligrosos, sólo
por una vaca; esa caída terrible sufrida en el ardor de la búsqueda, mientras
piensa más en el animal y dónde habrá ido, que en dónde ponía los pies él
mismo; la caridad de ese vecino que se descuelga al abismo buscando a un amigo,
para sacarlo de allí; ¿no deberían esos hielos congelarse de temor o arder en
amor ante ese espectáculo?
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