lunes, 7 de julio de 2014



EN LAS FUENTES DE LA ALEGRÍA (004)
SAN FRANCISCO DE SALES
(Recopilación y engarce de textos por el canónigo F. Vidal)

Cumplimiento de nuestros deberes de estado

La voluntad de Dios exige, en fin, que cumplamos con amorosa fidelidad todos los deberes que comporta nuestro estado de vida, que por esa razón se les llama «deberes de estado». Santa Francisca era una mujer casada que vivía en Roma en el siglo XV. Estaba persuadida de que la santidad está en el camino que nos ofrece cada una de nuestras jornadas, en que los deberes de nuestra vida cotidiana se presentan ante nosotros con desigual atractivo.

Un día, mientras rezaba «el Oficio de nuestra Señora, su marido la llamó para algún quehacer doméstico». Dejó la oración y acudió inmediatamente junto a su marido. Apenas vuelta a su rezo del Oficio, la volvieron a llamar; y así ha ta cuatro veces seguidas. Y cada vez, con la misma prontitud, dejaba la oración, convencida de que sus deberes de esposa y de ama de casa eran más importantes que un ejercicio piadoso. Y cuando al fin pudo ponerse en oración, el versículo «que tantas veces había dejado por obediencia y vuelto a tomar por devoción», lo encontró «escrito en bellas letras de oro». Me diréis: ¡una piadosa leyenda! ¿Lo creéis así? Cuántas veces nos sucede tener que dejar nuestras

ocupaciones: a veces, porque llega una visita cuando estamos sumidos en un trabajo que nos absorbe; en otras ocasiones, son los niños, una tarea doméstica, nuestra vida social o las múltiples molestias cotidianas las que interfieren en nuestra actividad y la interrumpen. Y cuando por la noche volvemos la mirada hacia ese día tan fragmentado y vemos nuestros trabajos interrumpidos, nuestras ocupaciones abandonadas y nuestros proyectos echados por tierra, sentimos la tentación de entristecernos y lamentarnos del vacío y pobreza de nuestra vida. Pero si consintiésemos en admitir un sentido más exacto de la realidad, ¿no nos daríamos cuenta de que todo eso es oro puro, porque con ello estamos cumpliendo nuestro deber y, en definitiva, la voluntad de Dios sobre nosotros?
Nuestra vida será tanto más rica cuanto más estrecha sea nuestra unión con la voluntad divina. «Pensad a menudo que todo el valor de lo que hacemos está en la conformidad que tengamos con la voluntad de Dios. Si yo como o bebo porque ésa es la voluntad de Dios, le soy más agradable que si sufriera la muerte sin tener esa intención».El amor que ponemos en nuestros actos es lo que les da diferente valor, cualesquiera que sean las tareas en que nos ocupemos:«Estas tareas pueden ser, ciertamente, muy variadas, pero el amor con el que las tenemos que hacer es siempre el mismo. Solamente el amor es el que da diferente valor a nuestras acciones.
El divino Salvador es el Hijo muy amado del Padre cuando se humilla en el río Jordán, cuando es exaltado en las bodas de Caná, cuando aparece transfigurado en el monte Tabor y cuando está crucificado en el Calvario, porque en todas sus obras honra a su Padre con el mismo corazón, la misma sumisión y el mismo amor. Tratemos también nosotros de tener un amor exquisito y noble, que nos haga buscar únicamente lo que agrada a nuestro Señor, y Él hará que nuestras acciones sean grandes y perfectas, por pequeñas y vulgares que puedan parecer».
Afortunadamente, esto es así. Debajo de la pobre ganga que envuelve la mayor parte de nuestros actos, se descubre el oro de «un amor exquisito y noble», que busca únicamente «agradar a nuestro Señor». Por eso, el obispo no duda en aconsejar:«Haced mucho por Dios, pero no hagáis nada sin amor. Poned amor en todos vuestros actos, incluso cuando comáis y bebáis».

Y afirma:«El amor es el que da valor a todas nuestras obras. No agradamos a Dios por la grandeza de éstas, o por su gran número, sino por el amor con que las hacemos».¡Qué error creer que la multiplicidad de nuestras obras favorece nuestro progreso espiritual! Esa era la ilusión de aquellas religiosas, que hacía sonreír, con su amable indulgencia, a san Francisco de Sales.
«Hace algún tiempo -contaba él a sus Hijas de la Visitación- unas santas religiosas me dijeron: Monseñor, ¿qué podemos hacer este año? El año pasado ayunamos tres días por semana y nos disciplinamos otros tantos. ¿Qué haremos este año? Tendremos que hacer algo más, para dar gracias a Dios por el año pasado, y para ir avanzando en el camino hacia Él. Y les respondí: como bien decís, hay que avanzar siempre; pero no se avanza como pensáis, por el número de ejercicios piadosos, sino por la perfección con que los hacemos... El año pasado ayunasteis tres días por semana y os disciplinasteis también tres veces se-manales. Si quisierais hacer el doble este año, os ocuparía la semana entera. Pero, ¿cómo os las arreglaríais el año próximo? Necesitaríais una semana de nueve días, o ayunar dos veces al día» .Y concluía el Santo: «¡Es gran locura la de aquellos que sueñan con ser martirizados en las Indias y no ponen todo el empeño en hacer lo que deben según su estado! Se engañan también quienes quieren comer más de lo que pueden digerir».Y con frecuencia insiste sobre esta verdad que nos parece evidente, pero que a veces estamos tentados de olvidar en la práctica: «No conquistamos la perfección por la multi-plicidad de cosas que hacemos, sino por la exactitud y pureza de intención con que las hacemos». Pongamos, pues, nuestro empeño, no en hacer mucho, sino en hacerlo bien. Y cuando queramos hacer el doble, que sea nuestro esmero, no nuestras devociones, el que se duplique:
«Pongamos todo nuestro interés, no en redoblar nuestros deseos ni nuestras obras, sino en aumentar la perfección de lo que hacemos, tratando así de ganar más por un solo acto, cosa que indudablemente lograremos, que por otros cien hechos siguiendo nuestra inclinación y nuestro gusto».
La perfección de nuestros actos revela el amor que tenemos en el corazón: «Hay que hacer crecer ese amor por las raíces y no por las ramas».

Y lo explicaba así:«Crecer por las ramas es querer hacer una infinidad de actos de virtud, muchos de los cuales son no solamente defectuosos, sino a menudo hasta superfluos, parecidos a esos pámpanos inútiles de la vid que hay que cortar para que engorden las uvas. Crecer por la raíz, por el contrario, es hacer pocas obras, pero con mucha perfección, o sea, con gran amor de Dios, pues en esto consiste la perfección del cristiano».'' ¡Cuánto nos engañaríamos si tan sólo juzgásemos el valor de nuestros actos por su grandeza! ¿Hay algo más grande que el martirio? ¿Qué es a su lado una bofetada? Sin embargo, no juzguemos por las apariencias; valoremos el peso del amor:«El amor es el que da perfección y valor a nuestras obras...

Si una persona sufre el martirio por Dios con una onza de amor, tiene mucho mérito, porque no podría dar nada más grande que su vida. Pero si otra recibe una bofetada con dos onzas de amor, tendría mucho más mérito, porque la caridad y el amor son los que dan valor a todo»''Y decía a sus visitandinas:«A menudo encontramos personas débiles de cuerpo y de espíritu, que sólo se ocupan en cosas pequeñas, pero que las hacen con tanta caridad que sobrepasan con mucho el mérito de acciones grandes y elevadas».Y añadía:«Sin embargo, si se hace una obra grande con tanta caridad como la pequeña, sin duda el que la hace tendrá más mérito y mayor recompensa». Concluía diciéndoles:«La caridad da el valor y el mérito a todas nuestras obras, de forma que todo el bien que hacemos es preciso hacerlo por amor de Dios y el mal que evitamos, es preciso evitarlo por amor de Dios».

Tenemos que penetrar hasta el fondo de esta hermosa doctrina salesiana, tan rica en atrayentes perspectivas; doctrina que introduce la santidad en toda nuestra vida, que nos la pone al alcance de la mano y la acrecienta y fortalece mediante la práctica de las «pequeñas virtudes» que con tanta frecuencia nos salen al paso cada día.
Hace entrar la santidad en toda nuestra vida, porque cada ademán y cada paso a que nos obliga el deber cotidiano aumenta en nosotros la gracia santificante.La oración y los sacramentos son las fuentes ordinarias de la vida de gracia. Pero también lo son -y pensamos poco en ello-, toda la serie de actos que a lo largo del día hacemos estando en amistad con Dios.
«Porque así como en la `Arabia Feliz' no sólo las plantas aromáticas, sino todas las demás, tienen buen olor porque participan de la bondad del suelo, así las almas llenas de caridad comunican la virtud del santo amor no sólo a sus obras importantes, sino también a sus pequeñas tareas, y las hacen de olor agradable a la Majestad de Dios, por lo cual el Señor aumenta en ellas la santa caridad». Así pues, Dios tiene tanto amor a nuestras almas que «su divina Bondad hace que saquemos provecho de todas las cosas, que todas redunden para nuestro bien, por pequeñas y humildes que sean.

Pero quiere que nos esforcemos por crecer en su amor. Porque, en mayor o menor medida, todos perseguimos la amistad con Dios, pero únicamente las almas generosas -y, por supuesto, en muy diversos grados- penetran en la intimidad de Dios. ¡Qué diferencia a este respecto, entre un cristiano corriente, que vive en estado de gracia pero con tibieza, y el santo que pone en sus obras un gran amor! Y es a esto a lo que debemos aspirar, porque si bien hasta «las pequeñas obras que se hacen con cierto descuido, sin poner en ellas toda la fuerza de la caridad, son agradables a Dios y tienen valor ante Él», sin embargo «un corazón lleno de amor tratará de poner en sus acciones todo su fervor y cariño, para aumentar mucho su caridad».
Esta doctrina pone la santidad al alcance de nuestra mano. Quizá creíamos que había que ir a buscarla muy lejos, muy arriba, allá en las nubes, cuando en realidad está muy cerca, en las obligaciones de cada día, y nos va arraigando al suelo donde la Providencia nos ha colocado. «El modo con que hagamos la santa voluntad de Dios, sea mediante obras elevadas o humildes, carece de importancia. Suspirad con insistencia por la unión de vuestra voluntad con la de nuestro Señor... No os afanéis, ni multipliquéis los deseos de hacer cosas que os son imposibles». Y es que no tenemos siempre la posibilidad de hacer algo grande, y quizá nunca la tengamos; pero, en cambio, siempre está a nuestro alcance el aceptar con amor las pequeñas contrariedades que a diario se nos ofrecen con largueza.
«Yo sé muy bien, mi querida hermana, que las pequeñas contrariedades suelen molestar más que las grandes, porque son muchas e inoportunas; y las domésticas más que las de fuera. Pero también sé que dominarlas es muchas veces una victoria irás agradable a Dios que otras que a los ojos del mundo parecen de mayor mérito».''
Por eso, es conveniente que nos preparemos no solamente para «las grandes aflicciones, sino también para los pequeños disgustos y molestias...». Y hace notar el obispo que en esto «se engañan muchas personas, porque sólo se preparan para las grandes adversidades y se quedan apenas sin fuerzas y sin la menor resistencia ante las pequeñas; cuando sería preferible estar menos preparado para las grandes, que suelen llegarnos muy de tarde en tarde, y estarlo más para las pequeñas, que se nos presentan diariamente en cualquier momento. Voy a poneros un ejemplo de lo que digo: si yo me preparase a soportar la muerte con paciencia, aunque no me va a llegar más que una sola vez, pero no me preparo para soportar las incomodidades que me ocasiona el carácter de las personas con las que trato, o el mal humor que puede depararme mi cargo, cosas que se presentan cien veces al día, ésa sería la causa de mis imperfecciones» . No nos lamentemos; esforcémonos por someternos mansamente a la voluntad de Dios cuando lleguen «esas pequeñas molestias diarias». «En cuanto a vuestras quejas, de que sois miserable y desgraciada, ¡Dios mío, querida hija!, es preciso que os guardéis de ellas, porque, aparte de que tales expresiones son impropias de una sierva de Dios, provienen de un corazón muy abatido y, más que de impaciencia, son de cólera.

Hija mía, tenéis que hacer un gran esfuerzo por ser dulce y por someteros a la voluntad de Dios, no sólo en cosas extraordinarias, sino, sobre todo, en los pequeños disgustos cotidianos. Preparaos por las mañanas, al dar gracias después de comer, o antes y después de cenar, y obtendréis con ello vuestra recompensa, aunque sólo sea temporal. Pero hacedlo con mucha tranquilidad y alegría, me refiero a esos ejercicios; y si cometéis alguna falta, humillaos y volved a empezar». Aceptemos valerosamente las mortificaciones que se nos presentan, las cruces que Dios pone sobre nuestros hombros, sean de la madera que sean:
«Cuidad de practicar especialmente aquellas mortificaciones que se os presentan más a menudo. Ésa es vuestra primera tarea; después, vendrán otras. Besad con frecuencia y de todo corazón las cruces que el mismo Señor ha puesto sobre vuestros hombros; no miréis si son de madera preciosa y aromática; son más cruz si están hechas de madera vulgar, sin valor, y de olor desagradable».
Guardémonos de despreciar estas pequeñas renuncias. Estemos atentos, pues, por su insignificante apariencia, corren el peligro de ocultarnos a Cristo. Dada nuestra manía de grandezas, podemos ser víctimas de la ilusión, como María Magdalena, que no reconoció a Jesús «bajo el sencillo traje de jardinero». «Magdalena busca a nuestro Señor teniéndole delante; y le pregunta a Él mismo. Puesto que no le veía en la forma que ella quería, no le bastó con tenerle delante, empeñada en encontrarlo lleno de
gloria... y no vestido como un pobre jardinero. Pero al fin lo reconoció cuando Él le dijo: ¡María! Ya veis, mi querida hermana, hija mía, es al Señor vestido de jardinero al que encontraréis todos los días aquí y allá, cada vez que se os presenten esas mortificaciones corrientes. Os gustaría que Él os enviase otras mortificaciones más grandes. Pero, ¡oh, Dios mío!, sabed que las más grandes no son siempre las mejores. ¿No creéis que os está diciendo María, María? No, antes de que le veáis en su gloria, quiere plantar en vuestro jardín muchas flores pequeñas y humildes, pero a su gusto; por eso va vestido así. ¡Que nuestros corazones estén por siempre unidos al suyo y nuestras voluntades a la suya!».

En consecuencia, la vida cotidiana, por las incesantes renuncias que nos impone, es una maravillosa maestra de santidad, si sabemos someternos a su austera disciplina.
«¡Oh Dios mío!, mi querida hija, ¡qué santos y qué agradables a Dios seríamos si supiésemos aprovechar bien todas las ocasiones de mortificarnos que nuestra vocación nos proporciona!».Son precisamente las mortificaciones que nos proporciona nuestra vocación, y no las que escoge nuestra propia voluntad, las que nos hacen santos y agradables a Dios. Esforcémonos, por tanto, en imitar no a «los jóvenes aprendices en el amor a Dios», sino a «los viejos maestros en el oficio».«Los jóvenes aprendices se ciñen ellos mismos; eligen las mortificaciones que les parece, escogen la penitencia, así como su propia entrega y devoción y mezclan mucho su voluntad con la de Dios. En cambio, los viejos maestros en el oficio se dejan atar y ceñir por otro y se someten al yugo que se les impone, yendo por caminos que no recorrerían de seguir su inclinación. Es verdad que extienden las manos; pero, a pesar de la resistencia que encuentran en sus inclinaciones, se dejan gobernar de buen grado contra su voluntad, y dicen que vale más obedecer que hacer ofrendas. Y así glorifican a Dios, crucificando no solamente su carne, sino también su espíritu».
Vemos que la doctrina de san Francisco de Sales nos obliga a la práctica de «esas pequeñas y humildes virtudes que, cual flores, crecen al pie de la cruz» y extraen del sacrificio un aroma discreto y penetrante que perfuma toda nuestra vida. Imaginémonos lo que supone de renuncias íntimas y, por tanto, de fuerza de voluntad y de amor, esa página de la Introducción a la vida devota, en el capítulo que lleva como sugestivo título «De cómo hay que serfiel en las ocasiones grandes y en las pequeñas». San Francisco de Sales enumera allí algunas de esas `cosas pequeñas y abyectas'", mediante las cuales podemos «arrebatar por amor» el corazón de Dios. «Soportad con toda dulzura -le dice allí a Filotea-, las pequeñas ofensas, las ligeras molestias y privaciones que sufrís a diario, pues con todas estas menudas ocasiones, si las aprovecháis con amor y dilección, ganaréis enteramente su Corazón y será todo vuestro. Las pequeñas obras de caridad de cada día, un dolor de cabeza o de muelas, una desilusión, las rarezas del marido o de la mujer, el vaso que se rompe, un desprecio o una burla, los guantes, el anillo o el pañuelo que se pierden, la molestia de tener que acostarse pronto y levantarse temprano para orar, para comulgar, el ligero sonrojo que sentimos al hacer ciertas devociones en público. En fin, todos estos pequeños sufrimientos, aceptados y abrazados con amor, agradan mucho a la divina Bondad, que ha prometido que por un solo vaso de agua dará un océano de felicidad a sus fieles. Y puesto que esas ocasiones se nos presentan a cada momento, si las empleamos bien, son un magnífico medio de acumular grandes riquezas espirituales».

Pero esas riquezas espirituales no las obtendremos sino al precio de un gran esfuerzo y gracias a «esas pequeñas y humildes virtudes» a las que el obispo quiere que todos nos apliquemos. «¡Ánimo, pues, hija mía!; caminemos por esos valles de las pequeñas y humildes virtudes. Allí encontraremos rosas entre las espinas, veremos la caridad que brilla entre las penas interiores y exteriores; los lirios de la pureza, las violetas de la mortificación... y tantas cosas más. Por encima de todo, prefiero estas tres pequeñas virtudes: la dulzura de corazón, la pobreza de espíritu y la sencillez de vida. Y estas acciones tan vulgares: visitar a los enfermos, servir a los pobres, consolar a los afligidos y otras semejantes. Pero todo ello sin afán, con verdadera libertad. No, nuestros brazos aún no son suficientemente largos para alcanzar los cedros del Líbano; contentémonos, pues, con el hisopo de los valles».San Francisco siente gran desprecio por esos espíritus enfermizos que se imaginan tener grandes arrebatos y éxtasis, con lo cual se creen dispensados de ejercitarse en desprenderse de su propia voluntad y en sufrir con paciencia al pró-jimo. Por eso, escribe:«La verdadera santidad está en el amor de Dios y no en futilidades de la imaginación, como raptos y arrebatos, que alimentan el amor propio y alejan de la obediencia y de la humildad. Fingirse extasiados es un engaño. Ejercitémonos en la verdadera dulzura y sumisión, en el renunciamiento propio, en la docilidad de corazón, en el amor a lo que nos humilla, en la condescenden-cia hacia los demás: ése es el éxtasis verdadero y más amable de los siervos de Dios».A esta clase de
éxtasis es a la que invitaba a las personas que se ponían bajo su dirección espiritual. A la Sra. de Chantal, que era el alma más grande, más fuerte y más generosa que había conocido, le escribía en estos términos: «Hilad, no con esos gruesos husos que vuestros dedos no sabrían manejar, sino sólo con los que están a vuestro alcance, esto es, la humildad, la paciencia, la humillación, la dulzura de corazón, la resignación, la sencillez, la caridad con los pobres enfermos, la tolerancia con los que os enojan. Éstos y otros actos semejantes son los que se acomodarán al pequeño huso, que os resultará fácil de manejar conversando con santa Mónica, santa Paula, santa Isabel, santa Ludivina y tantas otras que están a los pies de vuestra gloriosa Abadesa . Ella, que bien puede manejar husos de cualquier tamaño, prefiere los pequeños, yo creo que para darnos ejemplo».''

Y, por eso, el obispo admiraba la santidad de las modestas aldeanas, que con la sencillez de su corazón, daban a Dios el fiel testimonio de su amor mediante la aceptación generosa de los deberes que su estado les imponía.«Pronto os enviaré -escribía a la Sra. de Chantal- el resumen de la vida de una santa cam-pesina de mi diócesis, casada, y que a sus cuarenta y ocho años nos ha dejado todas las señales de una vida de perfección en lo interior y en lo exterior; porque ella ha sido una Mónica en su familia y una Magdalena en la oración».'' Os digo la verdad-añadía el obispo-, hay un no sé qué de bueno en esa pequeña historia de una mujer casada, que tuvo la benevolencia de ser una de mis grandes amigas y que muchas veces me encomendó a Dios» .«¡Oh, hija mía! -concluía-, ¿por qué no seremos santos teniendo tantos ejemplos cerca y lejos, en la ciudad y en el campo? Todo nos habla a favor de la santidad y, sin embargo, vacuos muy lentos hacia ella. Esta idea me deja muy confundido».De hecho, él mismo se acusaba de tibieza en el cumplimiento de los deberes de su cargo y confesaba «ser muy poco diligente en la búsqueda de sus ovejas».
Con ocasión de la visita pastoral que hizo en 1606 a las parroquias de su diócesis, comentaba que entre «montes que aterraban, cubiertos por espesos hielos», había visto «maravillas en esos lugares: valles llenos de casas y montes totalmente cubiertos de hielo». Y se decía a sí mismo: «Las pobres viudas y las pobres campesinas son fértiles como los hondos valles; y los obispos, tan encumbrados en la Iglesia de Dios, ¡están completamente helados! ¡Ay!, ¿dónde habrá un sol lo suficientemente fuerte para fundir el hielo que a mí me congela?». Estas reflexiones se le suscitaron con motivo de un accidente, cuyo solo relato le hacía «estremecer las entrañas de temor»:
«Unos ocho días antes de llegar a la región de los hielos, un pobre pastor que andaba buscando una vaca que se le había perdido, dio un paso en falso y cayó en una sima muy profunda. Nunca se hubiera sabido de él, a no ser por el sombrero, que, al caerse el pastor, se quedó enganchado en el borde de la sima, indicando así el lugar de su desaparición. Y, ¡oh, Dios!, he ahí que uno de sus vecinos, que se había prestado a que le bajasen con una cuerda para ir a buscarlo, lo encontró no ya muerto, sino casi convertido en un témpano de hielo. En ese estado, se abrazó a él y gritó que tiraran de la cuerda enseguida, para no morir él también congelado. Y lo izaron con el muerto entre sus brazos ... ¡Qué aguijón fue esto para mí, mi querida hija! Ese pastor corriendo por lugares tan peligrosos, sólo por una vaca; esa caída terrible sufrida en el ardor de la búsqueda, mientras piensa más en el animal y dónde habrá ido, que en dónde ponía los pies él mismo; la caridad de ese vecino que se descuelga al abismo buscando a un amigo, para sacarlo de allí; ¿no deberían esos hielos congelarse de temor o arder en amor ante ese espectáculo?

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