Homilía del Papa Francisco en el Parque
Bicentenario de Quito en Ecuador
QUITO, 07 Jul. 15 / 12:28 pm (ACI).- El Papa Francisco celebró este martes unaMisa con
más de un millón y medio de fieles en el Parque Bicentenario de Quito, como
parte de su visita apostólica a Ecuador, en la que recordó el llamado de Cristo
a la unidad dentro de su Iglesia, así como su identidad evangelizadora.
A
continuación el texto del Papa. Las partes en cursiva corresponden a los breves
momentos en que el Santo Padre improvisó en su homilía:
La
palabra de Dios nos invita a vivir la unidad para que el mundo crea.
Me
imagino ese susurro de Jesús en la última Cena como un grito en esta misa que
celebramos en «El Parque Bicentenario». Imaginémoslo juntos.
El Bicentenario de aquel Grito de Independencia de Hispanoamérica. Ése
fue un grito, nacido de la conciencia de la falta de libertades, de estar
siendo exprimidos, saqueados, «sometidos a conveniencias circunstanciales de
los poderosos de turno» (Evangelii gaudium 213).
Quisiera
que hoy los dos gritos concorden bajo el hermoso desafío de la evangelización.
No desde palabras altisonantes, ni con términos complicados, sino que nazca de
«la alegría del Evangelio», que «llena el corazón y la vidaentera
de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son
liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del
aislamiento» de la conciencia aislada (Evangelii gaudium 1).
Nosotros, aquí reunidos, todos juntos alrededor de la mesa con Jesús somos un
grito, un clamor nacido de la convicción de que su presencia nos impulsa a la
unidad, «señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable» (Evangelii
gaudium 14).
«Padre,
que sean uno para que el mundo crea», así lo deseó mirando al cielo.
A Jesús le brota este pedido en un contexto de envío: Como tú me has enviado al
mundo, yo también los he enviado al mundo. En ese momento, el Señor está
experimentando en carne propia lo peorcito de este mundo al que ama,
aun así, con locura: intrigas, desconfianzas, traición, pero no esconde la
cabeza, no se lamenta. También nosotros constatamos a diario que vivimos en un
mundo lacerado por las guerras y la violencia. Sería superficial pensar que la
división y el odio afectan sólo a las tensiones entre los países o los grupos
sociales. En realidad, son manifestación de ese «difuso individualismo» que nos
separa y nos enfrenta (cf. Evangelii gaudium, 99), son manifestación de
la herida del pecado en el corazón de las personas, cuyas consecuencias sufre
también la sociedad y la creación entera. Precisamente, a este mundo
desafiante, con sus egoísmos Jesús nos envía, y nuestra
respuesta no es hacernos los distraídos, argüir que no tenemos medios o que la
realidad nos sobrepasa. Nuestra respuesta repite el clamor de Jesús y acepta la
gracia y la tarea de la unidad.
A
aquel grito de libertad prorrumpido hace poco más de 200 años no le faltó ni
convicción ni fuerza, pero la historia nos cuenta que sólo fue contundente
cuando dejó de lado los personalismos, el afán de liderazgos únicos, la falta
de comprensión de otros procesos libertarios con características distintas pero
no por eso antagónicas.
Y
la evangelización puede ser vehículo de unidad de aspiraciones, sensibilidades,
ilusiones y hasta de ciertas utopías. Claro que sí; eso creemos y gritamos.
«Mientras en el mundo, especialmente en algunos países, reaparecen diversas
formas de guerras y enfrentamientos, los cristianosqueremos insistir en
nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las heridas, de construir
puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos “mutuamente a llevar las cargas”»
(Evangelii gaudium 67). El anhelo de unidad supone la dulce y confortadora
alegría de evangelizar, la convicción de tener un inmenso bien que comunicar, y
que comunicándolo, se arraiga; y cualquier persona que haya vivido esta
experiencia adquiere más sensibilidad para las necesidades de los demás (cf.
Evangelii gaudium 9). De ahí, la necesidad de luchar por la inclusión a todos
los niveles, luchar por la inclusión a todos los niveles evitando
egoísmos, promoviendo la comunicación y el diálogo, incentivando la
colaboración. Hay que confiar el corazón al compañero de camino sin recelos,
sin desconfianzas. «Confiarse al otro es algo artesanal, porque la
paz es algo artesanal» (Evangelii gaudium 244), es impensable que brille la
unidad si la mundanidad espiritual nos hace estar en guerra entre nosotros, en
una búsqueda estéril de poder, prestigio, placer o seguridad económica.
Y
esto a costilla de los más pobres, de los más excluídos de los más indefensos,
de los que no pierden su dignidad pese a que se la golpean todos los días. Esta
unidad es ya una acción misionera «para que el mundo crea». La evangelización
no consiste en hacer proselitismo, el proselitismo es una caricatura de
la evangelización, sino evangelizar es atraer con
nuestro testimonio a los alejados, es acercarse humildemente a aquellos que se
sienten lejos de Dios y en la Iglesia, acercarse a los
que se sienten juzgados y condenados a priori por los que se sienten perfectos
y puros, acercarnos a los que son temerosos o a los indiferentes para
decirles: «El Señor también te llama a ser parte de su pueblo y lo hace con
gran respeto y amor» (Evangelii gaudium 113). Porque nuestro Dios nos
respeta hasta en nuestras bajezas y en nuestro pecado. Con
qué este llamamiento del Señor, con qué humildad y con qué respeto lo descreibe
en el texto del Apocalipsis: “Mira, estoy a la puerta y llamo, si querés abrir”
No fuerza, no hace saltar la cerradura, simplemente toca el timbre, golpea
suavemente y espera, ese es nuestro Dios.
La
misión de la Iglesia, como sacramento de la salvación, condice con su identidad
como Pueblo en camino, con vocación de incorporar en su marcha a todas las
naciones de la tierra. Cuanto más intensa es la comunión entre nosotros, tanto
más se ve favorecida la misión (cf. Juan Pablo II, Pastores gregis,
22). Poner a la Iglesia en estado de misión nos pide recrear la comunión pues
no se trata ya de una acción sólo hacia afuera… nos misionamos tambiénhacia
adentro y misionamos hacia afuera como se manifiesta una madre
que sale al encuentro, como se manifiesta una casa acogedora,
una escuela permanente de comunión misionera» (Aparecida 370).
Este
sueño de Jesús es posible porque nos ha consagrado, por «ellos me consagro a mí
mismo, dice para que ellos también sean consagrados en la
verdad» (Jn 17,19). La vida espiritual del evangelizador nace de esta verdad
tan honda, que no se confunde con algunos momentos religiosos que brindan
cierto alivio; una espiritualidad quizás difusa. Jesús nos
consagra para suscitar un encuentro con Él, persona a persona, un
encuentro que alimenta el encuentro con los demás, el compromiso en el
mundo y la pasión evangelizadora (Cf. Evangelii gaudium 78).
La
intimidad de Dios, para nosotros incomprensible, se nos revela con imágenes que
nos hablan de comunión, comunicación, donación, amor. Por eso la unión que pide
Jesús no es uniformidad sino la «multiforme armonía que atrae» (Evangelii
gaudium 117). La inmensa riqueza de lo variado, de lo múltiple
que alcanza la unidad cada vez que hacemos memoria de aqueljueves santo,
nos aleja de tentaciones de propuestas unicistas más cercanas
a dictaduras, a ideologías, a sectarismos. La
propuesta de Jesús es concreta, es concreta, no es de ideas, es concreta, “Andá
y hacé lo mismo” le dice a aquel que le preguntó: ¿Quién es tu prójimo? Después
de haber contado la Parábola del Buen Samaritano: “Andá y Hacé lo mismo” Tampoco la
propuesta de Jesúses un arreglo hecho a nuestra medida, en el que nosotros
ponemos las condiciones, elegimos los integrantes y excluimos a los
demás. Esta religiosidad de elite no es la propuesta de Jesús.
Jesús
reza para que formemos parte de una gran familia, en la que Dios es nuestro Padre y todos nosotros
somos hermanos. Nadie es excluido y esto no se fundamenta en
tener los mismos gustos, las mismas inquietudes, los mismos talentos. Somos hermanos
porque, por amor, Dios nos ha creado y nos ha destinado, por pura iniciativa
suya, a ser sus hijos (cf. Ef 1,5). Somos hermanos porque «Dios infundió en
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama ¡Abba!, ¡Padre!» (Ga 4,6).
Somos hermanos porque, justificados por la sangre de Cristo Jesús (cf. Rm 5,9),
hemos pasado de la muerte a la vida haciéndonos «coherederos» de la promesa
(cf. Ga 3,26-29; Rm 8, 17). Esa es la salvación que realiza Dios y anuncia
gozosamente la Iglesia: formar parte de un nosotros que llega hasta el
«nosotros» divino.
Nuestro
grito, en este lugar que recuerda aquel primero de libertad, actualiza el de
San Pablo: «¡Ay de mí si no evangelizo!» (1 Co 9,16). Es tan urgente y
apremiante como el de aquellos deseos de independencia. Tiene una similar
fascinación, tiene el mismo fuego que atrae. Hermanos,
tengan los sentimientos de Jesús ¡Sean un testimonio de comunión
fraterna que se vuelve resplandeciente! Y qué lindo sería que todos pudieran
admirar cómo nos cuidamos unos a otros. Cómo mutuamente nos damos aliento y
cómo nos acompañamos. El don de sí es el que establece la relación
interpersonal que no se genera dando «cosas», sino dándose a sí mismo.
En cualquier donación se ofrece la propia persona. «Darse» significa dejar actuar
en sí mismo toda la potencia del amor que es el Espíritu de Dios y así dar paso
a su fuerza creadora. Y darse aún en los momentos más difíciles, como
aquel Jueves Santo de Jesús, donde Él sabía cómo se tejían las traiciones y las
intrigas pero se dio y se dio a sí mismo con su proyecto de Salvación. Donándose
el hombre vuelve a encontrarse a sí mismo con verdadera identidad de hijo de
Dios, semejante al Padre y, como él, dador de vida, hermano de Jesús, del cual
da testimonio. Eso es evangelizar, ésa es nuestra revolución –porque nuestra fe
siempre es revolucionaria–, ése es nuestro más profundo y constante grito.
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