Homilía del Papa Francisco en Misa por Solemnidad
de la Asunción en Corea
SEÚL, 14 Ago. 14 / 09:30 pm (ACI).- En el segundo día de su visita a Corea del Sur, el
Papa Francisco presidió la Misa por la
Solemnidad de la Asunción de la Virgen María, en el estadio mundialista de
Daejeon.
En su
homilía, el Santo Padre aseguró que “la esperanza que nos ofrece el Evangelio,
es el antídoto contra el espíritu de desesperación que parece extenderse como
un cáncer en una sociedad exteriormente rica, pero que a menudo experimenta
amargura interior y vacío”.
A
continuación, ACI Prensa ofrece a sus lectores el texto completo de la homilía del
Papa Francisco en la Misa por la Solemnidad de la Asunción:
Queridos hermanos y hermanas en Cristo,
En unión con toda la Iglesia celebramos
la Asunción de Nuestra Señora en cuerpo y alma a la gloria delcielo. La
Asunción de María nos muestra nuestro destino como hijos adoptivos de Dios y
miembros del Cuerpo de Cristo. Como María, nuestra Madre, estamos llamados a
participar plenamente en la victoria del Señor sobre el pecado y sobre la
muerte y a reinar con él en su Reino eterno.
La “gran señal” que nos presenta la primera lectura
–una mujer vestida de sol coronada de estrellas (cf. Ap 12,1)– nos invita a
contemplar a María, entronizada en la gloria junto a su divino Hijo. Nos invita
a tomar conciencia del futuro que también hoy el Señor resucitado nos ofrece.
Los coreanos tradicionalmente celebran esta fiesta a la luz de su experiencia
histórica, reconociendo la amorosa intercesión de María en la historia de la
nación y en la vida del pueblo.
En la segunda lectura hemos escuchado a san Pablo
diciéndonos que Cristo es el nuevo Adán, cuya obediencia a la voluntad del
Padre ha destruido el reino del pecado y de la esclavitud y ha inaugurado el
reino de la vida y de la libertad (cf. 1 Co 15,24-25). La verdadera libertad se
encuentra en la acogida amorosa de la voluntad del Padre. De María, llena de
gracia, aprendemos que la libertad cristiana es algo más que la simple
liberación del pecado. Es la libertad que nos permite ver las realidades
terrenas con una nueva luz espiritual, la libertad para amar a Dios y a los
hermanos con un corazón puro y vivir en la gozosa esperanza de la venida del
Reino de Cristo.
Hoy, venerando a María, Reina del Cielo, nos
dirigimos a ella como Madre de la Iglesia en Corea. Le pedimos que nos ayude a
ser fieles a la libertad real que hemos recibido el día de nuestro bautismo,
que guíe nuestros esfuerzos para transformar el mundo según el plan de Dios, y
que haga que la Iglesia de este país sea más plenamente levadura de su Reino en
medio de la sociedad coreana. Que los cristianos de esta nación sean una fuerza
generosa de renovación espiritual en todos los ámbitos de la sociedad. Que
combatan la fascinación de un materialismo que ahoga los auténticos valores
espirituales y culturales y el espíritu de competición desenfrenada que genera
egoísmo y hostilidad. Que rechacen modelos económicos inhumanos, que crean
nuevas formas de pobreza y marginan a los trabajadores, así como la cultura de
la muerte, que devalúa la imagen de Dios, el Dios de la vida, y atenta contra
la dignidad de todo hombre, mujer y niño.
Como católicos coreanos, herederos de una noble
tradición, ustedes están llamados a valorar este legado y a transmitirlo a las
generaciones futuras. Lo cual requiere de todos una renovada conversión a la
Palabra de Dios y una intensa solicitud por los pobres, los necesitados y los débiles
de nuestra sociedad.
Con esta celebración, nos unimos a toda la Iglesia
extendida por el mundo que ve en María la Madre de nuestra esperanza. Su
cántico de alabanza nos recuerda que Dios no se olvida nunca de sus promesas de
misericordia (cf. Lc 1,54-55). María es la llena de gracia porque «ha creído»
que lo que le ha dicho el Señor se cumpliría (Lc 1,45). En ella, todas las
promesas divinas se han revelado verdaderas. Entronizada en la gloria, nos
muestra que nuestra esperanza es real; y también hoy esa esperanza, «como ancla
del alma, segura y firme» (Hb 6,19), nos aferra allí donde Cristo está sentado
en su gloria.
Esta esperanza, queridos hermanos y hermanas, la
esperanza que nos ofrece el Evangelio, es el antídoto contra el espíritu de
desesperación que parece extenderse como un cáncer en una sociedad
exteriormente rica, pero que a menudo experimenta amargura interior y vacío.
Esta desesperación ha dejado secuelas en muchos de nuestros jóvenes. Que los
jóvenes que nos acompañan estos días con su alegría y su confianza no se dejen
nunca robar la esperanza.
Dirijámonos a María, Madre de Dios, e imploremos la
gracia de gozar de la libertad de los hijos de Dios, de usar esta libertad con
sabiduría para servir a nuestros hermanos y de vivir y actuar de modo que
seamos signo de esperanza, esa esperanza que encontrará su cumplimiento en el
Reino eterno, allí donde reinar es servir. Amén.
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