¿Quién decís que soy yo?
por Guillermo Juan Morado
A
la pregunta que formula Jesús – “¿quién decís que soy yo?” – Pedro da la
contestación exacta: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16).
Jesús, nuestro Salvador, es Dios, el Hijo de Dios hecho hombre.
Esta
confesión de fe va seguida de una triple respuesta de Jesús a Pedro. En primer
lugar, Jesús alaba la fe de Pedro, una fe que no procede de la carne ni de la
sangre; es decir, de la debilidad humana, sino de una revelación especial de
Dios. Reconocer la verdadera identidad de Jesús es un don del Padre, es obra de
la gracia. Cada uno de nosotros está, como Pedro, llamado a abrirse al don de Dios,
sin pretender hacerlo todo nosotros mismos para que, de esta manera, Dios entre
en nuestras vidas.
En
segundo lugar, Jesús confía una misión a Pedro. Sobre la roca de su fe
edificará la Iglesia como una construcción estable y permanente que nada podrá
destruir. Por sí mismo Pedro no es una roca, sino un hombre débil e
inconstante. Sin embargo, “el Señor quiso convertirlo precisamente a él en
piedra, para demostrar que, a través de un hombre débil, es Él mismo quien
sostiene con firmeza a su Iglesia y la mantiene en la unidad” (Benedicto XVI).
Esta misión encomendada a Pedro encuentra su continuación en el ministerio del papa. El papa, obispo de Roma y sucesor de San Pedro, “es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles“(LG 23).
Esta misión encomendada a Pedro encuentra su continuación en el ministerio del papa. El papa, obispo de Roma y sucesor de San Pedro, “es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles“(LG 23).
Sin
el papa resultaría imposible mantener la unidad de todos los fieles en la fe,
porque, como explica Santo Tomás de Aquino, “en torno a las cosas de la fe
suelen suscitarse problemas. Y la Iglesia se dividiría por la diversidad de
opiniones de no existir uno que con su dictamen la conservara en la unidad”. El
papa es para todos nosotros una referencia segura en lo que se refiere a la fe,
ya que en él radica de manera principal la autoridad de la Iglesia.
A
pesar de los vaivenes de la historia, la Iglesia está destinada a perdurar
porque es una construcción divina que Cristo sustenta con su fuerza: “Siempre
se tiene la impresión de que ha de hundirse, y siempre está ya salvada. San
Pablo ha descrito así esta situación: ‘Somos los moribundos que están bien
vivos’ (2 Cor 6,9). La mano salvadora del Señor nos sujeta”, decía Benedicto
XVI.
En tercer lugar, Jesús confiere a Pedro el poder de
atar y desatar. Esta potestad dada por Cristo a Pedro y a los apóstoles se ejerce,
ante todo, en el sacramento de la Penitencia mediante el cual nos reconciliamos
con Dios y con la Iglesia. Como nos recuerda el Catecismo: “Las palabras atar y
desatar significan: aquel a quien excluyáis de vuestra comunión, será excluido
de la comunión con Dios; aquel a quien que recibáis de nuevo en vuestra
comunión, Dios lo acogerá también en la suya. La reconciliación con la Iglesia
es inseparable de la reconciliación con Dios” (1445).
Pidamos
al Señor que nos mantenga muy unidos al papa para así perseverar en la fe
verdadera confesada por Pedro. En la comunión de la Iglesia, podremos
encontrarnos personalmente con Cristo y así, radicados en su Persona,
convertirnos en sus fieles seguidores y valerosos testigos.
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