“La vida consagrada es un don precioso para la Iglesia y para el mundo”
Sabado 16
Ago 2014 | 09:47 am Kkottongnae (Corea del Sur) (AICA): El
Papa fue al encuentro de las comunidades religiosas de Corea en el Training
Center “Escuela del amor”, de Kkottongnae, donde exhortó a los religiosos a no
guardar para sí mismos la experiencia de Dios, sino a compartirla, llevando a
Cristo a todos los rincones de su querido país.
Luego de visitar a los niños enfermos de la
"Casa de la Esperanza", el Papa fue al encuentro de las comunidades
religiosas de Corea en el Training Center “Escuela del amor”, de Kkottongnae,
en donde cada año cerca de 200.000 jóvenes siguen cursos de espiritualidad
activa.
En el breve trayecto que realizó en papamóvil, Francisco se detuvo a orar en el “Jardín de los niños abortados", un cementerio simbólico formado por docenas de cruces blancas. Allí saludó a una representación de activistas de derechos humanos de Corea y al hermano Lee Gu-Won, un misionero que no posee ni brazos ni piernas.
Miles de religiosos y religiosas esperaban a Francisco en el gran auditorio. Por motivos de tiempo, y como el mismo Francisco explicó, no se rezaron las vísperas, como estaba previsto. Después de una breve oración inicial a la Madre de Dios, el obispo de Roma pronunció su discurso en el gran auditorio en el que aseguró que “la vida consagrada es un don precioso para la Iglesia y para el mundo”.
Hablando sobre el testimonio gozoso que debe ser alimentado por la vida de oración, meditación y frecuencia a los sacraentos, el Santo Padre exhortó a los religiosos a no guardar para sí mismos la experiencia de Dios, sino a compartirla, llevando a Cristo a todos los rincones de su querido país.
“Dejen que su alegría siga manifestándose en sus desvelos por atraer y cultivar las vocaciones, reconociendo que todos ustedes tienen parte en la formación de los consagrados y consagradas, aquellos que vendrán después de ustedes mañana”.
En el breve trayecto que realizó en papamóvil, Francisco se detuvo a orar en el “Jardín de los niños abortados", un cementerio simbólico formado por docenas de cruces blancas. Allí saludó a una representación de activistas de derechos humanos de Corea y al hermano Lee Gu-Won, un misionero que no posee ni brazos ni piernas.
Miles de religiosos y religiosas esperaban a Francisco en el gran auditorio. Por motivos de tiempo, y como el mismo Francisco explicó, no se rezaron las vísperas, como estaba previsto. Después de una breve oración inicial a la Madre de Dios, el obispo de Roma pronunció su discurso en el gran auditorio en el que aseguró que “la vida consagrada es un don precioso para la Iglesia y para el mundo”.
Hablando sobre el testimonio gozoso que debe ser alimentado por la vida de oración, meditación y frecuencia a los sacraentos, el Santo Padre exhortó a los religiosos a no guardar para sí mismos la experiencia de Dios, sino a compartirla, llevando a Cristo a todos los rincones de su querido país.
“Dejen que su alegría siga manifestándose en sus desvelos por atraer y cultivar las vocaciones, reconociendo que todos ustedes tienen parte en la formación de los consagrados y consagradas, aquellos que vendrán después de ustedes mañana”.
Discurso del Papa
Queridos
hermanos y hermanas en Cristo: Saludo a todos con afecto en el Señor. Es bello
estar hoy con ustedes y compartir este momento de comunión. La gran variedad de
carismas y actividades apostólicas que ustedes representan enriquece
maravillosamente la vida de la Iglesia en Corea y más allá. En este marco de la
celebración de las Vísperas, en la que hemos cantado - ¡deberíamos haber
cantado! - las alabanzas de la bondad de Dios, agradezco a ustedes, y a todos
sus hermanos y hermanas, sus desvelos por construir el Reino de Dios. Doy las
gracias al Padre Hwang Seok-mo y a Sor Escolástica Lee Kwang-ok, Presidentes de
las conferencias coreanas.
Las palabras del Salmo –«Se consumen mi corazón y mi carne, pero Dios es la roca de mi corazón y mi lote perpetuo» (Sal 73,26)– nos invitan a reflexionar sobre nuestra vida. El salmista manifiesta gozosa confianza en Dios. Todos sabemos que, aunque la alegría no se expresa de la misma manera en todos los momentos de la vida, especialmente en los de gran dificultad, «siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado» (Evangelii gaudium, 6). La firme certeza de ser amados por Dios está en el centro de su vocación: ser para los demás un signo tangible de la presencia del Reino de Dios, un anticipo del júbilo eterno del cielo. Sólo si nuestro testimonio es alegre, atraeremos a los hombres y mujeres a Cristo. Y esta alegría es un don que se nutre de una vida de oración, de la meditación de la Palabra de Dios, de la celebración de los sacramentos y de la vida en comunidad. Muy importante. Cuando éstas faltan, surgirán debilidades y dificultades que oscurecerán la alegría que sentíamos tan dentro al comienzo de nuestro camino.
La experiencia de la misericordia de Dios, alimentada por la oración y la comunidad, debe dar forma a todo lo que ustedes son, a todo lo que hacen. Su castidad, pobreza y obediencia serán un testimonio gozoso del amor de Dios en la medida en que permanezcan firmes sobre la roca de su misericordia. Aquella es la roca. Éste es ciertamente el caso de la obediencia religiosa. Una obediencia madura y generosa requiere unirse con la oración a Cristo, que, tomando forma de siervo, aprendió la obediencia por sus padecimientos (cf. Perfectae caritatis, 14). No hay atajos: Dios desea nuestro corazón por completo, y esto significa que debemos «desprendernos» y «salir de nosotros mismos» cada vez más. Una experiencia viva de la diligente misericordia del Señor sostiene también el deseo de llegar a esa perfección de la caridad que nace de la pureza de corazón. La castidad expresa la entrega exclusiva al amor de Dios, que es la «roca de mi corazón». Todos sabemos lo exigente que es esto, y el compromiso personal que comporta. Las tentaciones en este campo requieren humilde confianza en Dios, vigilancia y perseverancia y apertura del corazón al hermano sabio o a la hermana sabia, que el Señor pone en nuestro camino.
Mediante el consejo evangélico de la pobreza, ustedes podrán reconocer la misericordia de Dios, no sólo como una fuente de fortaleza, sino también como un tesoro. Parece contradictorio, pero ser pobres significa encontrar un tesoro. Incluso cuando estamos cansados, podemos ofrecer nuestros corazones agobiados por el pecado y la debilidad; en los momentos en que nos sentimos más indefensos, podemos alcanzar a Cristo, que se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8,9). Esta necesidad fundamental de ser perdonados y sanados es en sí misma una forma de pobreza que nunca debemos olvidar, no obstante los progresos que hagamos en la virtud. También debe manifestarse concretamente en el estilo de vida, personal y comunitario. Pienso, en particular, en la necesidad de evitar todo aquello que pueda distraerles y causar desconcierto y escándalo a los demás. En la vida consagrada, la pobreza es a la vez un «muro» y una «madre». Un «muro» porque protege la vida consagrada, y una «madre» porque la ayuda a crecer y la guía por el justo camino. La hipocresía de los hombres y mujeres consagrados que profesan el voto de pobreza y, sin embargo, viven como ricos, daña el alma de los fieles y perjudica a la Iglesia.
Piensen también en lo peligrosa que es la tentación de adoptar una mentalidad puramente funcional, mundana, que induce a poner nuestra esperanza únicamente en los medios humanos y destruye el testimonio de la pobreza, que Nuestro Señor Jesucristo vivió y nos enseñó. Y agradezco, sobre este punto, al padre presidente y a la hermana presidente de los religiosos, porque han hablado, justamente, sobre el peligro que representan la globalización y el consumismo para la vida de la pobreza religiosa. Gracias.
Queridos hermanos y hermanas, con gran humildad, hagan todo lo que puedan para demostrar que la vida consagrada es un don precioso para la Iglesia y para el mundo. No lo guarden para ustedes mismos; compártanlo, llevando a Cristo a todos los rincones de este querido país. Dejen que su alegría siga manifestándose en sus desvelos por atraer y cultivar las vocaciones, reconociendo que todos ustedes tienen parte en la formación de los consagrados y consagradas, aquellos que vendrán después de ustedes mañana. Tanto si se dedican a la contemplación o a la vida apostólica, sean celosos en su amor a la Iglesia en Corea y en su deseo de contribuir, mediante el propio carisma, a su misión de anunciar el Evangelio y edificar al Pueblo de Dios en unidad, santidad y amor.
Encomiendo a todos ustedes, de manera especial a los ancianos y enfermos de sus comunidades – también un saludo especial del corazón para ellos – los confío a los cuidados amorosos de María, Madre de la Iglesia, y les doy de corazón la bendición. Los bendiga Dios Omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo.+
Las palabras del Salmo –«Se consumen mi corazón y mi carne, pero Dios es la roca de mi corazón y mi lote perpetuo» (Sal 73,26)– nos invitan a reflexionar sobre nuestra vida. El salmista manifiesta gozosa confianza en Dios. Todos sabemos que, aunque la alegría no se expresa de la misma manera en todos los momentos de la vida, especialmente en los de gran dificultad, «siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado» (Evangelii gaudium, 6). La firme certeza de ser amados por Dios está en el centro de su vocación: ser para los demás un signo tangible de la presencia del Reino de Dios, un anticipo del júbilo eterno del cielo. Sólo si nuestro testimonio es alegre, atraeremos a los hombres y mujeres a Cristo. Y esta alegría es un don que se nutre de una vida de oración, de la meditación de la Palabra de Dios, de la celebración de los sacramentos y de la vida en comunidad. Muy importante. Cuando éstas faltan, surgirán debilidades y dificultades que oscurecerán la alegría que sentíamos tan dentro al comienzo de nuestro camino.
La experiencia de la misericordia de Dios, alimentada por la oración y la comunidad, debe dar forma a todo lo que ustedes son, a todo lo que hacen. Su castidad, pobreza y obediencia serán un testimonio gozoso del amor de Dios en la medida en que permanezcan firmes sobre la roca de su misericordia. Aquella es la roca. Éste es ciertamente el caso de la obediencia religiosa. Una obediencia madura y generosa requiere unirse con la oración a Cristo, que, tomando forma de siervo, aprendió la obediencia por sus padecimientos (cf. Perfectae caritatis, 14). No hay atajos: Dios desea nuestro corazón por completo, y esto significa que debemos «desprendernos» y «salir de nosotros mismos» cada vez más. Una experiencia viva de la diligente misericordia del Señor sostiene también el deseo de llegar a esa perfección de la caridad que nace de la pureza de corazón. La castidad expresa la entrega exclusiva al amor de Dios, que es la «roca de mi corazón». Todos sabemos lo exigente que es esto, y el compromiso personal que comporta. Las tentaciones en este campo requieren humilde confianza en Dios, vigilancia y perseverancia y apertura del corazón al hermano sabio o a la hermana sabia, que el Señor pone en nuestro camino.
Mediante el consejo evangélico de la pobreza, ustedes podrán reconocer la misericordia de Dios, no sólo como una fuente de fortaleza, sino también como un tesoro. Parece contradictorio, pero ser pobres significa encontrar un tesoro. Incluso cuando estamos cansados, podemos ofrecer nuestros corazones agobiados por el pecado y la debilidad; en los momentos en que nos sentimos más indefensos, podemos alcanzar a Cristo, que se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8,9). Esta necesidad fundamental de ser perdonados y sanados es en sí misma una forma de pobreza que nunca debemos olvidar, no obstante los progresos que hagamos en la virtud. También debe manifestarse concretamente en el estilo de vida, personal y comunitario. Pienso, en particular, en la necesidad de evitar todo aquello que pueda distraerles y causar desconcierto y escándalo a los demás. En la vida consagrada, la pobreza es a la vez un «muro» y una «madre». Un «muro» porque protege la vida consagrada, y una «madre» porque la ayuda a crecer y la guía por el justo camino. La hipocresía de los hombres y mujeres consagrados que profesan el voto de pobreza y, sin embargo, viven como ricos, daña el alma de los fieles y perjudica a la Iglesia.
Piensen también en lo peligrosa que es la tentación de adoptar una mentalidad puramente funcional, mundana, que induce a poner nuestra esperanza únicamente en los medios humanos y destruye el testimonio de la pobreza, que Nuestro Señor Jesucristo vivió y nos enseñó. Y agradezco, sobre este punto, al padre presidente y a la hermana presidente de los religiosos, porque han hablado, justamente, sobre el peligro que representan la globalización y el consumismo para la vida de la pobreza religiosa. Gracias.
Queridos hermanos y hermanas, con gran humildad, hagan todo lo que puedan para demostrar que la vida consagrada es un don precioso para la Iglesia y para el mundo. No lo guarden para ustedes mismos; compártanlo, llevando a Cristo a todos los rincones de este querido país. Dejen que su alegría siga manifestándose en sus desvelos por atraer y cultivar las vocaciones, reconociendo que todos ustedes tienen parte en la formación de los consagrados y consagradas, aquellos que vendrán después de ustedes mañana. Tanto si se dedican a la contemplación o a la vida apostólica, sean celosos en su amor a la Iglesia en Corea y en su deseo de contribuir, mediante el propio carisma, a su misión de anunciar el Evangelio y edificar al Pueblo de Dios en unidad, santidad y amor.
Encomiendo a todos ustedes, de manera especial a los ancianos y enfermos de sus comunidades – también un saludo especial del corazón para ellos – los confío a los cuidados amorosos de María, Madre de la Iglesia, y les doy de corazón la bendición. Los bendiga Dios Omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo.+
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