Papa Francisco: “Cristo y su Madre son
inseparables”
Papa Francisco al pie de imagen de la Virgen María. Foto: Lauren Cater /
ACI Prensa
VATICANO, 01 Ene. 15 / 10:05 am (ACI/EWTN Noticias).- El Papa Francisco presidió hoy la Misa por
la Solemnidad de Santa María Madre de Dios, y destacó que “Cristo y su Madre
son inseparables”.
El
Santo Padre señaló que “María está tan unida a Jesús porque él le ha dado el
conocimiento del corazón, el conocimiento de la fe, alimentada por la
experiencia materna y el vínculo íntimo con su Hijo”.
“La
Santísima Virgen es la mujer de fe que dejó entrar a Dios en su corazón, en sus
proyectos; es la creyente capaz de percibir en el don del Hijo el advenimiento
de la ‘plenitud de los tiempos’, en el que Dios, eligiendo la vía humilde de la
existencia humana, entró personalmente en el surco de la historia de la
salvación”, dijo.
A
continuación, el texto completo de la homilía del Papa Francisco, gracias a la
traducción de Radio Vaticano:
Vuelven
hoy a la mente las palabras con las que Isabel pronunció su bendición sobre la
Virgen Santa: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!
¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?».
Esta
bendición está en continuidad con la bendición sacerdotal que Dios había
sugerido a Moisés para que la transmitiese a Aarón y a todo el pueblo: «El
Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su
favor. El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz». Con la celebración
de la solemnidad de María, Madre de Dios, la Iglesia nos recuerda que María es la primera
destinataria de esta bendición. Se cumple en ella, pues ninguna otra criatura
ha visto brillar sobre ella el rostro de Dios como María, que dio un rostro
humano al Verbo eterno, para que todos lo puedan contemplar.
Además
de contemplar el rostro de Dios, también podemos alabarlo y glorificarlo como
los pastores, que volvieron de Belén con un canto de acción de gracias después
de ver al niño y a su joven madre. Ambos estaban juntos, como lo estuvieron en
el Calvario, porque Cristo y su Madre son inseparables: entre ellos hay una
estrecha relación, como la hay entre cada niño y su madre. La carne de Cristo,
que es el eje de la salvación, se ha tejido en el vientre de María. Esa
inseparabilidad encuentra también su expresión en el hecho de que María,
elegida para ser la Madre del Redentor, ha compartido íntimamente toda su
misión, permaneciendo junto a su hijo hasta el final, en el Calvario.
María
está tan unida a Jesús porque él le ha dado el conocimiento del corazón, el
conocimiento de la fe, alimentada por la experiencia materna y el vínculo
íntimo con su Hijo. La Santísima Virgen es la mujer de fe que dejó entrar a
Dios en su corazón, en sus proyectos; es la creyente capaz de percibir en el
don del Hijo el advenimiento de la «plenitud de los tiempos», en el que Dios,
eligiendo la vía humilde de la existencia humana, entró personalmente en el
surco de la historia de la salvación. Por eso no se puede entender a Jesús sin
su Madre.
Cristo
y la Iglesia son igualmente inseparables, porque la Iglesia y María van siempre
juntas y esto es precisamente el misterio de la mujer en la comunidad eclesial
y no se puede entender la salvación realizada por Jesús sin considerar la
maternidad de la Iglesia. Separar a Jesús de la Iglesia sería introducir una
«dicotomía absurda», como escribió el beato Pablo VI. No se puede «amar a
Cristo pero sin la Iglesia, escuchar a Cristo pero no a la Iglesia, estar en
Cristo pero al margen de la Iglesia». En efecto, la Iglesia, la gran familia de Dios, es la que nos lleva a Cristo.
Nuestra fe no es una idea abstracta o una filosofía, sino la relación vital y
plena con una persona: Jesucristo, el Hijo único de Dios que se hizo hombre,
murió y resucitó para salvarnos y vive entre nosotros. ¿Dónde lo podemos
encontrar? Lo encontramos en la Iglesia, en nuestra Santa Madre Iglesia
jerárquica. Es la Iglesia la que dice hoy: «Este es el Cordero de Dios»; es la
Iglesia quien lo anuncia; es en la Iglesia donde Jesús sigue haciendo sus
gestos de gracia que son los sacramentos.
Esta
acción y la misión de la Iglesia expresa su maternidad. Ella es como una madre
que custodia a Jesús con ternura y lo da a todos con alegría y generosidad.
Ninguna manifestación de Cristo, ni siquiera la más mística, puede separarse de
la carne y la sangre de la Iglesia, de la concreción histórica del Cuerpo de
Cristo. Sin la Iglesia, Jesucristo queda reducido a una idea, una moral, un sentimiento. Sin la Iglesia, nuestra relación
con Cristo estaría a merced de nuestra imaginación, de nuestras
interpretaciones, de nuestro estado de ánimo.
Queridos
hermanos y hermanas. Jesucristo es la bendición para todo hombre y para toda la
humanidad. La Iglesia, al darnos a Jesús, nos da la plenitud de la bendición
del Señor. Esta es precisamente la misión del Pueblo de Dios: irradiar sobre
todos los pueblos la bendición de Dios encarnada en Jesucristo. Y María, la
primera y perfecta discípula de Jesús, la primera y perfecta creyente modelo de
la Iglesia en camino, es la que abre esta vía de la maternidad de la Iglesia y
sostiene siempre su misión materna dirigida a todos los hombres. Su testimonio
materno y discreto camina con la Iglesia desde el principio. Ella, la Madre de
Dios, es también Madre de la Iglesia y, a través de la Iglesia, es Madre de
todos los hombres y de todos los pueblos.
Que
esta madre dulce y premurosa nos obtenga la bendición del Señor para toda la
familia humana. De manera especial hoy, Jornada Mundial de la Paz, invocamos su
intercesión para que el Señor nos de la paz en nuestros días: paz en nuestros
corazones, paz en las familias, paz entre las naciones. Este año, en concreto, el
mensaje para la Jornada Mundial de la Paz lleva por título: «No más esclavos,
sino hermanos». Todos estamos llamados a ser libres, todos a ser hijos y, cada
uno de acuerdo con su responsabilidad, a luchar contra las formas modernas de
esclavitud. Desde todo pueblo, cultura y religión, unamos nuestras fuerzas. Que
nos guíe y sostenga Aquel que para hacernos a todos hermanos se hizo nuestro
servidor.
Miremos
a María, contemplemos a la Santa Madre de Dios. Y quisiera proponerles
que la saludáramos juntos, como hizo aquel valeroso pueblo de Éfeso, que
gritaba ante sus pastores cuando entraban en la iglesia: “¡Santa Madre de
Dios!”. Qué hermoso saludo para nuestra Madre…
Dice
una historia, no sé si es verdadera, que algunos, entre aquella gente, tenían
bastones en sus manos, quizás para hacer comprender a los Obispos lo que les
habría sucedido si no hubieran tenido el coraje de proclamar a María “Madre de
Dios”.
Invito
a todos ustedes, sin bastones, a alzarse y a saludarla tres veces, de
pie, con este saludo de la Iglesia primitiva: “¡Santa Madre de Dios!”.
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