domingo, 14 de septiembre de 2014

EN LAS FUENTES DE LA ALEGRÍA (005)
SAN FRANCISCO DE SALES
(Recopilación y engarce de textos por el canónigo F. Vidal)

La aceptación de la voluntad de Dios

Al caminar por aquí abajo, procurando cumplir con los deberes de nuestro estado, de pronto aparecen ante nosotros las cruces por las que la divina Providencia nos muestra el agrado divino. Y adivinamos cuál será la actitud de un alma de fe, que conoce la verdadera ciencia de Dios, ante las contrariedades, las pruebas o las aflicciones.

«La verdadera ciencia de Dios nos enseña, ante todo, que su voluntad es la que debe marcar la pauta a nuestro corazón para que le obedezca y encuentre bueno -como ciertamente lo es, y muy bueno- todo lo que ella ordena a sus amados hijos».
Por eso el obispo recomienda la sumisión a la divina voluntad en todas las ocasiones: «Someted vuestra voluntad a la de Dios, dispuesta a adorarla, tanto si os envía tribulaciones como en tiempo de consolación». Y nos da esta regla de conducta -ciencia santa, verdadero tesoro- de la que nunca nos em-paparemos bastante:
«Debemos cumplir nuestro deber porque es nuestra obligación y por el simple deseo de agradar a Dios, y ello tanto en la tempestad como en la calma. La verdadera y santa ciencia consiste en dejar a Dios que haga y deshaga en nosotros y en todas las cosas lo que le plazca, sin otra voluntad ni elección, reverenciando en profundo silencio lo que, por nuestra humana debilidad, el entendimiento no acierta a comprender, porque sus designios pueden a veces estar ocultos, pero siempre son justos. El tesoro de las almas puras no está en recibir bienes y favores de Dios, sino en darle gusto, no queriendo ni más ni menos que lo que Él nos da».

A veces podremos sentirnos defraudados al no recibir las satisfacciones que, por alguna razón, esperábamos. No nos inquietemos. Moderemos nuestros deseos, adoptemos una santa indiferencia, sin buscar otra cosa que el amor de Dios y su santa voluntad:
«Cuando nos falten las razonables satisfacciones que desearíamos recibir, debemos tener paciencia y tratar de moderar un poco nuestros deseos, aceptando las cosas, incluso cuando son buenas, con espíritu de santa indiferencia, al que constantemente debemos recurrir para decir: no deseo tal virtud ni tal otra; lo único que quiero y deseo es el amor de Dios y que se cumpla en mí su voluntad».
Esa misma ha de ser nuestra actitud ante los proyectos que nos son más queridos:
«Debéis poner mucho empeño en procurar ser religiosa, puesto que Dios os concede tantos deseos de serlo. Pero, si una vez hecho todo lo posible, no lo lográis, la mejor manera de agradar a nuestro Señor será sacrificarle vuestra voluntad y permanecer tranquila, humilde y devota, totalmente entregada y sumisa a su divino querer y designio; voluntad y designio divino que se os muestran claramente en el hecho de no haber conseguido vuestros deseos, pese a haber hecho todo lo posible para ello. Porque nuestro Dios prueba a veces nuestro valor y nuestro amor, privándonos de cosas que nos parecen muy buenas para el alma, y que efectivamente lo son. Y si nos ve muy afanados en conseguir algo, pero, al mismo tiempo, humildes, tranquilos y resignados a no lograrlo, nos da mayores bendiciones en esa privación que las que hubiéramos recibido con aquello que deseábamos. Porque siempre y en toda ocasión, Dios ayuda a aquéllos que de todo corazón y en cualquier circunstancia pueden decirle: hágase tu voluntad».
Cuando nuestro Señor nos llama para algún trabajo, no debemos anteponer a sus deseos nuestros gustos personales, ni nuestras inclinaciones, ni mirar nuestras fuerzas. «Querida hija, haced descansar vuestros pensamientos sobre los divinos hombros del Señor y Salvador. Él cargará con ellos y os fortificará. Si os llama (y realmente os está llamando) a un servicio que sea de su agrado, aunque no lo sea del vuestro, no por eso debéis tener menos ánimo, sino más aún que si vuestro gusto coincidiera con el suyo, porque cualquier asunto marchará mejor cuanto menos haya de nosotros en él. Mi querida amiga e hija mía, no permitáis que vuestro espíritu se mire a sí mismo, ni vuelva sobre sus fuerzas o sus inclinaciones; nuestros ojos tienen que estar fijos en los designios de Dios y en su Providencia. No hay que entretenerse en discurrir cuando hay que correr, ni en hablar de las dificultades, cuando lo que hay que hacer es su-perarlas».

El obispo exhorta también a las almas generosas a abrazar con sinceridad y sin reservas, libre y alegremente, la santa voluntad de Dios: «Confirmad cada día más y más la resolución que habéis tomado de servir a Dios según sus designios y de ser enteramente suya, sin reserva alguna ni para vos ni para el mundo. Abrazad sinceramente sus santos deseos, sean los que fueren, y no creáis haber alcanzado la pureza de corazón que le debéis, mientras vuestra voluntad no esté del todo y en todo, incluso en las cosas más desagradables, libre y gozosamente sometida a la suya santísima. Para ello, fijaos no en la apariencia de lo que hagáis, sino en Quien os lo ordena, que saca su gloria y nuestra santa perfección de las cosas más miserables y ruines, cuando le place».
Efectivamente, ésa es la manera de aceptar con alegría las cosas que repugnan a nuestra naturaleza: mirar no sólo su apariencia, sino la mano amorosa de Aquél que nos las presenta. «Las penas, consideradas en sí mismas, ciertamente no pueden ser amadas; pero, consideradas en su origen, es decir, en la Providencia y bondad divina que las ordena, son infinitamente amables... Las tribulaciones, de por sí, son horribles, pero, vistas en la voluntad de Dios, son amables y deliciosas. ¡Cuántas veces nos hemos visto obligados a tomar de mala gana la medicina que nos daba el médico o el boticario! Pero si nos la ofrecía una mano muy querida, el amor se sobreponía al horror y la tomábamos con gusto».
Él mismo lo hacía así y los disgustos -a los que no era insensible -, los soportaba con total resignación ante la voluntad divina:«Veréis por la carta de ese buen Padre el disgusto que he tenido, que, ciertamente, me ha afectado un poco; pero, como la noticia encontró mi espíritu lleno del sentimiento que tengo de una
total resignación y conformidad con la manera como me guía la santísima Providencia, sólo dije en mi interior: Sí, Padre celestial, pues así lo habéis querido. Y esta mañana, al despertar, he tenido una impresión tan intensa de vivir entera y puramente según el espíritu de fe, que,a pesar mío, yo quiero lo que Dios quiera, y quiero lo que sea para su mayor servicio, sin reserva ni de consuelos sensibles ni espirituales. Y pido a Dios que no permita jamás que cambie de propósito».Consolaba también, con afectuosa delicadeza, a sus amigos afligidos por la enfermedad:

«Veo a vuestra esposa, a la que quiero muy cordialmente, en la cruz, entre los clavos y las espinas de muchas tribulaciones que la hacen sufrir, lo mismo que a vos. ¿Qué puedo deciros ante esto, mi querido hermano? Preguntad a menudo al corazón de nuestro Señor de dónde procede esta aflicción, y Él os hará saber que tiene su origen en el amor divino. Es bueno que pensemos en la justicia que nos castiga, pero es mucho mejor bendecir la misericordia que nos pone a prueba».
Y le explicaba a una enferma que ofrecer el sufrimiento es algo preferible a la oración:
«En cuanto a la meditación, tienen razón los médicos al decir que mientras estéis enferma, debéis dejarla. En su lugar, incrementad el uso de las jaculatorias y ofreced vuestro sufrimiento a Dios, aceptando enteramente su voluntad, pues, aunque os impide la meditación, eso no os separa en absoluto de Él, sino que os une más, mediante el ejercicio de una santa y serena resignación. Con tal de estar con Dios, ¿qué más da que sea de una manera o de otra? Puesto que realmente sólo le buscamos a Él, y no lo encontra-mos menos en la mortificación que en la oración -sobre todo cuando nos envía la enfermedad-, nos deben parecer tan buenas tanto la una como la otra. Además, las jaculatorias, ímpetus de nuestro espíritu, son verdaderas y continuas oraciones; y el ofrecimiento de nuestros males es el más digno que podemos hacer a Aquél que nos salvó sufriendo»
Con una ternura profundamente humana enjugaba las lágrimas de quienes habían perdido un ser querido, mientras que les animaba dulcemente a que aceptasen sobrenaturalmente el sacrificio:
«Tomad, hija mía, las vendas y el sudario con que fue envuelto nuestro Señor en el sepulcro y enjugad con ellos vuestras lágrimas. Ciertamente, yo también lloro en esas ocasiones, y mi corazón, de piedra para las cosas celestiales, derrama lágrimas por estos motivos; pero, ¡bendito sea Dios!, lo hago siempre calladamente y, por hablaros como a una hija querida, con un sentimiento de amorosa dilección hacia la Providencia de Dios; pues desde que nuestro Señor aceptó la muerte y nos la dio como objeto de nuestro amor, ya no puedo dejar de querer la muerte de mis hermanas, ni la de nadie, con tal que mueran en el amor de esa muerte sagrada de mi Salvador» .
Recomendaba, sobre todo, que, con el amor, diéramos valor a nuestras pruebas:«Es preciso que nuestras penas, nuestros trabajos, nuestras tristezas y todas nuestras aflicciones adquieran mérito mediante la santa dilección. Son buenos materiales para hacer avanzar a un alma en el servicio de su divina Majestad».Puede que, bajo el golpe que nos hiere, no sintamos el amor que nos lo hace soportar con valor. No importa, siempre que permanezcamos totalmente abandonados al divino beneplácito - lo que es señal de verdadero amor-, y que la experiencia del sufrimiento nos permita comprender y acoger con corazón compasivo a quienes atraviesan por esos duros caminos. Eso es lo que explicaba a una religiosa: «¿Qué nos puede importar que sintamos o no el amor? En realidad no estamos más seguros de tenerlo cuando lo sentimos que cuando no, sino que la mayor seguridad está en el total, puro e irrevocable abandono de nosotros mismos en los brazos de su divina Majestad, tanto en el consuelo como en la desolación, para que, con un corazón abatido, humillado y muerto, reciba el aroma agradable de un santo holocausto y para que nuestras Hermanas atormentadas encuentren en nosotros un corazón compasivo y un apoyo dulce y amoroso». Por su parte, su más ardiente deseo era el de valorar por encima de todo el amor de Cristo crucificado; lo demás, apenas si contaba a sus ojos. «No puedo decir otra cosa de mi alma, sino que siente cada vez más el deseo ardentísimo de no querer sino el amor de nuestro Señor crucificado, y que yo me siento tan invencible a los acontecimientos del mundo, que apenas me afectan».

Y es que no quería otra cosa que la voluntad de Dios:
«No sé más que una canción. Se trata, sin duda, querida hermana, del Cántico del Cordero, que, aunque un poco triste, es armonioso y bello: Padre mío, que se haga, no lo que yo quiero, sino lo que Vos queréis»."
¿Un poco triste? Tal vez sí, según la naturaleza; pero, fuente de alegría para los que se han encontrado y amado en esta peregrinación terrena, ayudándose unos a otros a vivir según el querer divino. «Pidamos mucho al Señor que nos dé la gracia de vivir de tal modo según su beneplácito durante esta peregrinación, que al llegar a la patria celestial, podamos alegrarnos de habernos conocido aquí abajo y de haber conversado sobre los misterios de la eternidad. Sólo por ello nos alegraremos de habernos amado en esta vida, pues todo ha sido para gloria de su divina Majestad y para nuestra eterna salvación...

Id en paz, mi querida hija, y que Dios sea siempre vuestro protector. Que Él os tenga siempre de su mano y os guíe por el camino de su santa voluntad».
Y el obispo resume en una frase lapidaria la actitud que nos mantendrá firmes ante los golpes de la adversidad: «En suma, el que desee soportar bien los golpes de las adversidades de esta vida mortal, ha de tener puesto su espíritu en la santísima voluntad de Dios y su esperanza en la venturosa eternidad». También para hacer aquí abajo una feliz travesía, debemos dejarnos guiar siempre por la voluntad de Dios. Ella es la estrella que nos conducirá a buen puerto en las riberas celestes.
«Esta vida es breve, la recompensa por lo que aquí hagamos será eterna. Practiquemos el bien, unámonos a la voluntad de Dios. Que sea ella la estrella que guíe nuestros ojos en esta travesía. Es la manera cierta de que lleguemos con bien».


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