EN LAS FUENTES DE LA ALEGRÍA (006)
SAN FRANCISCO DE SALES
(Recopilación y engarce de textos por el canónigo F. Vidal)
El amor a la voluntad de Dios
San
Francisco de Sales escribía un día a una de sus hijas: «Acordaos, querida hija,
de cumplir bien la voluntad de Dios en las ocasiones en que tengáis más
dificultad. Cuesta poco agradar a Dios en lo que nos agrada a nosotros; nuestra
fidelidad de hijos exige que queramos agradarle en lo que nos disgusta,
recordando lo que el Hijo amado decía de Sí mismo: Yo no he venido a hacer mi
voluntad, sino la del que me ha enviado. Además, no sois cristiana para hacer
vuestra voluntad, sino la de Aquél que os ha adoptado para ser su hija y su
heredera por toda la eternidad».''
Para conseguir esa perfecta sumisión que requiere la fidelidad de
hijos, san Francisco de Sales nos pide, no sólo aceptar enteramente la voluntad
de Dios, aunque sea con repugnancia'', sino también amar en todo
acontecimiento, y ejercitarnos en amar su santísima y amabilísima voluntad.
«Hay que
amar la santísima voluntad de Dios en las pequeñas y en las grandes
ocasiones»1', escribía. Y también: «Os aconsejo que os ejercitéis mucho en amar
la amabilísima voluntad de Dios».''Y cuando esa voluntad sea para nosotros
dolorosa, nuestra fidelidad, lejos de desmentirse, estrechará los lazos de amor
que nos unen a Cristo crucificado.«¿Qué mejor bendición puedo desearos que la
de ser fiel a nuestro Señor en medio de las adversidades de toda clase que os
rodean? Porque siempre que os recuerdo, siento fervientes deseos de que
avancéis en el amor de Dios. Amadle mucho, querida hermana, cuando os retiréis
para orar y adorarle; amadle cuando le recibís en la sagrada comunión; amadle
cuando inunde vuestro corazón de consuelo; pero, amadle, sobre todo, cuando
lleguen las preocupaciones, las molestias, las sequedades del alma, las
tribulaciones; porque así os ha amado Él en el paraíso y aún os ha demostrado
más amor en medio de los azotes, los clavos, las espinas y las tinieblas del
Calvario».
El propio san
Francisco ponía en práctica la doctrina que enseñaba, y amaba la voluntad de
Dios «en las pequeñas y en las grandes ocasiones».¡Las «pequeñas» le llovían en
su ministerio pastoral!
«Os suplico
que recéis mucho por mí. Es increíble lo que me agobia y oprime un cargo tan
grande y difícil».
«No son
ríos, son torrentes, los asuntos de esta diócesis»."«Seguramente no hay
otro obispo en cien le-guas a la redonda que tenga tal cantidad de asuntos como
tengo yo»Este tumulto de asuntos no le dejaba tiempo para abrir sus queridos
libros y descansar un poco mediante el estudio.«Estoy en continuo desasosiego
por la variedad de asuntos de esta diócesis, sin tener ni un día para poder
ocuparme de mis pobres libros, que tanto he querido y que no me atrevo a seguir
amando, por temor de sentir pesar y amar-gura por haberme visto obligado a
separarme de ellos».¿Y qué era lo que absorbía su precioso tiem-po.«Son
infinidad -nos dice- las pequeñas nimiedades que la vida me obliga a resolver
cada día, que me cansan y enojan y me hacen perder el tiempo»."',
Además, las
cartas de dirección espiritual eran un trabajo adicional que cada vez le
abrumaba más. «Acaba de llegar el Sr. Miguel con un número enorme de cartas, a
las que, ¡oh Dios mío, tendré que responder! Lo iré haciendo en mis ratos
libres».¡Vana esperanza! Los ratos libres no llegaban, y las esperadas
respuestas tenía que redactarlas a toda prisa. «Os estoy escribiendo sin tiempo
porque tengo la habitación llena de gente que me reclama». «Estoy tan agobiado
por mil impedimentos, que no puedo escribiros cuando quiero».
«Os
escribo a toda prisa, pero quiero contestar a las dos preguntas que me hacéis,
pues sé muy bien que no tendré ocasión de hacerlo más sosegadamente, ya que
estoy destinado a tener que correr siempre».
«Os escribo deprisa, como casi siempre,
debido a la multitud de asuntos que me agobian»." «De haber tenido más
tiempo, os hubiese escrito más ordenadamente, pero siempre escribo a retazos,
cuando tengo un rato libre».
Y bendecía a
Dios: «¿Qué importa me moleste yo con tal de contribuir algo a la salvación de
las almas?».Nos descubre que el secreto de su serenidad en su abandono a los
designios divinos, reside en la simple aceptación de todas las cruces que la
mano de Dios nos envía:
«La Cruz es
de Dios, pero es Cruz porque no nos abrazamos a ella; puesto que, si
estuviéramos firmemente resueltos a querer la que Él nos envía, dejaría de ser
cruz. Es Cruz porque no la queremos, pero si es de Dios, ¿por qué no la
queremos?».
«La Cruz es
de Dios, y no debemos sólo mirarla, sino conformarnos con ella, como haríamos
con una persona con la que nos viéramos obligados a convivir. Sin pensarlo más,
hay que cargar con ella dulcemente, tomando las cosas con sencillez, como
venidas de la mano de Dios, sin más reflexiones. Desnudez y pura simplicidad de
espíritu»."Es cierto que la Cruz puede estremecer nuestra carne, sin que,
por ello, deje de exultar nuestro espíritu. Ese es el sentimiento que expresaba
san Francisco de Sales a la Sra. de Chantal la víspera de comenzar una visita
pastoral, que prometía ser rica en mortificaciones. «Me ha detenido una serie
de asuntos urgentes, querida hija, y ahora parto para esa bendita visita, en la
que preveo que en cada esquina me esperan cruces diversas. Mi carne se
estremece, pero mi corazón las adora. Sí, yo os saludo, pequeñas y grandes
cruces, espirituales o temporales, exteriores o interiores; saludo y beso
vuestros pies, yo, indigno del honor de vuestra sombra».
Porque él no
quiere sino lo que Dios quiera, y no ama más que su voluntad. A esto se dirigen
sus exhortaciones: «No queráis más que lo que Dios quiera para vosotras;
abrazad con amor los acontecimientos y las diversas manifestaciones de su
divina voluntad, sin distraeros en ninguna otra cosa»."«¡Oh, qué felices
seríamos si no nos preocupásemos de lo que hacemos o sufrimos, sino úni-camente
de que estamos cumpliendo la voluntad de Dios, y ella fuera todo nuestro
contento! Es grande y perfecta sencillez no detenerse voluntariamente sino en
solo Dios»."'
Amar la
voluntad de Dios en las pequeñas contrariedades cotidianas es señal de que un
alma está desprendida de sí misma, pero conservar ese amor y practicarlo, para
enraizarlo en nosotros, cuando llegan acontecimientos que desgarran el corazón,
supone haber abandonado toda nuestra voluntad en la de Dios.
La
Sra. de Boisy había confiado su hija menor, Juana, a la Sra. de Chantal. Ésta
la acogió encantada en Borgoña y velaba con gusto por su educación. De
improviso, una rápida enfermedad se llevó a la niña. Tenía catorce años y era hermana
de san Francisco de Sales... Es fácil comprender que la baronesa se sintiera a
punto de enloquecer; en su enorme angustia, había pedido al Señor que se la
llevase a ella o a alguno de sus hijos, pero que salvase a la joven. El obispo,
afectadísimo por esta muerte, escribió en una carta a la Sra. de Chantal
manifestando su pena y su resignación:
«¡Ay, hija
mía!, soy tan humano como cualquiera. Nunca hubiera creído que mi corazón se
conmoviera tanto, pero la verdad es que la pena de mi madre y la vuestra han
contribuido mucho a mi dolor, porque he temido tanto por vuestro corazón como
por el suyo. Pero por lo demás, ¡viva Jesús! yo estaré siempre conforme con la
divina Providencia, que todo lo hace bien y dispone las cosas del modo mejor.
Esta niña ha tenido la suerte de haber sido arrebatada del mundo para que la
malicia no pervirtiera su corazón, y de salir de este sucio mundo sin
mancharse. Las fresas y las cerezas se recogen antes que las peras y las
manzanas porque maduran antes. Dejemos que Dios recoja lo que ha plantado en su
huerto; Él todo lo coge en su momento oportuno.
Podéis
imaginar, querida hija, lo que amaba a esa niña. Yo le di la vida para su
Salvador, pues con mi propia mano la bauticé hace unos catorce años; fue la
primera criatura con la que ejercí mi sacerdocio. Yo era su padre espiritual y
esperaba sacar un día algo bueno de ella; y lo que aún me la hacía más querida
(y os digo la verdad) es que era vuestra. Sin embargo, mi querida hija, en ¡ni
corazón de carne, al que tanto duele esta muerte, experimento cierta suavidad y
paz, como un dulce reposo de mi espíritu en la Providencia divina, que llenan
mi alma de un gran gozo en medio de la pena».
Si el
obispo, a pesar de su extremo dolor, permaneció dulcemente resignado, ¿cuál fue
la reacción de la Sra. de Chantal ante esta desgracia?
«Explicadme,
querida hija -le preguntaba san Francisco- qué queréis decir cuando me escribís
que en esta ocasión os habéis visto tal como sois. Decidme, os ruego: ¿es que
nuestra brújula no ha tendido siempre a su hermosa estrella, a su astro santo,
a su Dios? ¿Qué ha hecho vuestro corazón? ¿Habéis escandalizado a quienes os han visto en este trance? Decídmelo francamente,
porque no apruebo que hayáis ofrecido vuestra vida ni la de ninguno de vuestros
hijos a cambio de la vida de la difunta. No, querida hija, no sólo hay que
aceptar que
Dios nos hiera, sino que sea en el lugar que le plazca; hay que dejar la
elección a Dios, porque es a Él a quien corresponde.David ofrecía su vida por
la de su hijo Absalón, pero fue porque moría para su perdición; y en ese caso
sí debemos suplicar insistentemente a Dios. Pero en las pérdidas temporales,
querida hija, dejemos a Dios que toque y pulse la cuerda de nuestro laúd que Él
prefiera; siempre logrará un sonido armonioso. ¡Señor Jesús!, sin reservas, sin
un `si...', sin un `pero', sin excepciones, sin limitaciones, que se cumpla
vuestra voluntad sobre el padre, la madre, la hija, en todo y siempre. No digo
que no tengamos que desear y rogar que nos los conserve; pero decir a Dios:
dejad esto y llevaos lo otro, eso, querida hija, nunca debemos hacerlo. Y no lo
haremos, ¿verdad? No, hija mía, con la gracia de Dios no lo haremos»."
Y no le
basta esta resignación a la divina voluntad. Exige más del alma generosa a la
que sueña con llevar a la más alta santidad. La baronesa no sólo tiene que
adorar la voluntad de Dios en las cosas más insoportables, sino quererla y
amarla por encima de todo. Le pide, por ello, que haga un examen particular
sobre este punto una vez por semana.
«Creo ver en vos, mi querida hija -le dice-, un corazón vigoroso,
que ama y quiere con ardor; cosa que mucho me agrada, porque ¿para qué valen
esos corazones medio muertos? Pero debemos hacer examen particular, una vez por
semana, sobre la forma de querer y amar la voluntad de Dios con más fuerza, o,
más aún, con mayor ternura y amor que a ninguna otra cosa en el mundo; y eso no
sólo en las ocasiones fáciles, sino también en las más difíciles...».Sin duda,
es preciso que la pura luz de la fe ilumine semejantes simas, para que nos sea
posible llegar hasta ellas. «Es verdad, hija mía, que es ésta una lección muy
elevada, pero Dios, que nos la enseña, es el Altísimo. Tenéis, hija mía, cuatro
hijos, un padre, un suegro y un hermano querido; y, además, un padre
espiritual. A todos los queréis mucho, y ello es meritorio, porque Dios lo
quiere. Pues bien, si Dios os lo arrebatara todo, ¿no tendríais bastante con
tenerle a Él? ¿Verdad que estáis de acuerdo?».
Francisco
de Sales había prometido a su querida hija, «escribirle con algún detenimiento
sobre la obediencia y el amor a la voluntad de Dios», en cuanto tuviera tiempo.
No habían pa sado tres meses desde la muerte de Juana de Sales, cuando la Sra.
de Chantal recibió estas líneas del obispo: «Tenía muchos deseos de escribiros
algo sobre el amor a la voluntad de Dios... Cuando paseéis sola, o en cualquier
otro momento, pensad sobre la voluntad general de Dios, por la que Él quiere
todas las obras de su misericordia y de su justicia tanto en el cielo como en
la tierra, o bajo la tierra. Y, con profunda humildad, aceptad, alabad y luego
amad esta voluntad soberana, santísima, justísima y buenísima. Después,
contemplad la voluntad especial de Dios, por la que Él ama a los suyos y obra
en ellos mediante consuelos y tribulaciones. Os será preciso saborearla,
considerando la variedad de consuelos y, sobre todo, de tribulaciones, que
sufren los buenos; y, enseguida, con humildad grande, aceptad, alabad y amad
toda esa voluntad. Pasad luego a considerar esa voluntad en vuestra persona
concreta, en todo lo que os sucede, bueno y malo, y en todo lo que pueda
sucederos, excepto el pecado; después, aceptad, alabad y amad todo ello,
reiterando el deseo de honrar, querer y adorar por siempre jamás esta santa
voluntad, poniendo a su disposición y entregándole vuestra persona y la de
todos los vuestros, uno de los cuales soy yo. Y, por último, terminad con una
gran confianza en esa voluntad, que todo lo hará para nuestro bien y felicidad».
Olvidemos
que estas líneas fueron dirigidas a la baronesa de Chantal. Digamos que el
obispo las escribió también para nosotros. Y volvamos a leer esa página
admirable, tanto por el dinamismo de las ideas y el sobrio vigor de su estilo,
como por el hálito que rodea a esas estrofas, cuyo estribillo nos prosterna por
tres veces en la adoración de la voluntad divina, haciéndonos aceptarla,
alabarla y amarla, y nos lleva, en fin, más allá de esta aceptación amorosa,
hasta lograr la entrega absoluta de nosotros mismos y de todos los nuestros a
esta voluntad soberana.
¿El alma que
se entrega sin reservas a merced de Dios, podrá sentir temor? No. Muy al
contrario, se llenará de un sentimiento de gran confianza en la bondad de un
Padre que todo lo hará bien, porque quiere nuestra felicidad.
Este
ejercicio debe producir en nosotros una disposición permanente, un estado del
alma. Por ello, el obispo aconseja a la baronesa que «lo acorte, que lo varíe»,
como le resulte más conveniente. Entonces surgirá un latido
y como un grito espontáneo, que brota cien veces al día de un corazón total y
amorosamente sometido a la santísima voluntad de Dios.
«Ya casi os
he dicho todo lo necesario -concluye su carta el obispo-, pero quiero añadir
que, cuando hayáis hecho dos o tres veces este ejercicio de la manera que os
digo, podéis acortarlo o variarlo, adaptándolo como mejor os parezca, pues hay
que clavarlo en el corazón, como un impulso».'' Esto supone, evidentemente,
largos y perseverantes esfuerzos, porque la naturaleza se resiste y se rebela
ante tales renuncias. Francisco de Sales confiesa que también él quisiera ser
más dócil:«Que se haga su divina voluntad», escribe. Y, añade: «Yo quisiera ser
aún más dócil para humillarme ante esta soberana Providencia, y no sólo doblegar
mis afectos a los designios de Dios, sino además amar tierna y afectuosamente
su sagrada voluntad». Pero escuchad esta confidencia: «Debo haceros una pequeña
confidencia: no hay persona en el mundo que tenga un corazón más tierno y
afectuoso para sus amigos, que yo, ni que sienta más las separaciones. Sin
embargo, tengo en tan poco la vanidad de esta vida nues-tra, que nunca me
vuelvo a Dios con mayor amor que cuando me hiere, o permite que me hieran. Hija
mía, dirijamos nuestro pensamiento hacia el cielo y nos libraremos de los
accidentes de la tierra». El corazón de san Francisco de Sales está totalmente
penetrado de amor a la voluntad divina. A ejemplo suyo, y siguiendo sus
enseñanzas, esforcémonos en amar la voluntad de Dios. Entonces gustaremos la
suprema felicidad.
«¡Oh, qué
felices son las almas que viven sólo de la voluntad de Dios! Si al saborearla
un poquito, con una consideración pasajera, siente tanta paz interior el
corazón que acepta esta santa voluntad, con todas las cruces que ella presenta,
¡cuál no será la paz que experimenten las almas totalmente sumergidas en la
unión a esta santa voluntad!''
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