viernes, 26 de septiembre de 2014


EN LAS FUENTES DE LA ALEGRÍA (008)
SAN FRANCISCO DE SALES
(Recopilación y engarce de textos por el canónigo F. Vidal)

La sencillez en el lenguaje

La sencillez en el lenguaje se manifiesta por la franqueza. Y ésta debe ser bastante rara, puesto que el santo no esconde su admiración cuando, por casualidad, la encuentra.

Después de predicar la cuaresma en Grenoble, Francisco de Sales quiso visitar la Gran Cartuja. Allí fue recibido con mucha consideración por el prior del monasterio, que era también el General de la Orden. Éste estuvo un rato conversando con su ilustre huésped y luego se despidió de él, para ir a maitines, pues se celebraba la fiesta de «un santo muy venerado en la Orden».
Al dirigirse a su celda, el prior encontró en su camino a uno de sus consejeros, que le preguntó a dónde iba y dónde había dejado al obispo de Ginebra.
-«Lo he dejado en su habitación -contestó el prior- y me he despedido de él para prepararme en nuestra celda y acudir a maitines, con motivo de la fiesta de mañana.
-Reverendo Padre, le contestó el religioso, ciertamente sabéis muy poco de las ceremonias del mundo. Y lo habéis dejado por una simple fiesta de la orden; ¿es que tenemos todos los días prelados de esa categoría en este desierto? ¿No sabéis que Dios se complace en los sacrificios de la hospitalidad? Siempre tendréis tiempo para cantar las alabanzas de Dios; maitines no os faltarán otros días; y ¿quién mejor que vos, puede atender a un prelado tan importante? ¡Qué vergüenza para esta casa que le hayáis dejado solo! -Hijo mío, respondió el prior, creo que tenéis razón y que he obrado mal».
E inmediatamente volvió con el obispo de Ginebra. Y ¿qué creéis que le dijo el prior para pedirle disculpas por su incorrección? Simplemente esto:
«Monseñor, cuando me marchaba, encontré uno de mis consejeros que me dijo que había cometido una incorrección al dejaros solo y que podría rezar maitines otras veces, pero que no todos los días tendríamos aquí al obispo de Ginebra. Pensé que tenía razón y por eso he vuelto a pediros perdón y rogaros que excuséis mi falta, pues os aseguro que lo hice sin pensar. Os digo la verdad».
El obispo quedó asombrado. Puso este hecho por las nubes, y admiró al prior más que si le hubiera visto hacer un milagro.
Un día, recibió una carta de una de sus Hijas de la Visitación, en la que ésta se acusaba de haber tenido un pequeño sentimiento de envidia y antipatía para con una Hermana, en circunstancias que nos son desconocidas y que hacían especialmente penosa la confesión. Ante esta confidencia, el santo exultaba de gozo y no pudo contener su admiración:
«Vuestra carta ha embalsamado mi corazón con una fragancia tan deliciosa, que hacía mucho tiempo que no leía nada que me produjera tan perfecto consuelo... ¡Dios mío, qué satisfacción para el corazón de un padre tan amante, escuchar al de su querida hija que le confiesa haber sido envidiosa y mala! ¡Feliz envidia que ha provocado tan ingenua confesión! Al escribir vuestra carta, hacían vuestras manos un acto más valiente que los que hizo Alejandro...».

Y es que la franqueza no se da con frecuencia, porque es difícil; es costosa para nuestro orgullo. Es tal nuestra vanidad, que preferimos hablar mal de nosotros mismos, para ser notados, antes que guardar silencio y pasar inadvertidos. El desprecio nos parece menos duro que el olvido.
Claro está que, desde luego, contamos con que nadie va a creer lo que decimos.
«Muchas veces decimos que no somos nada, que somos la miseria misma y el desecho del mundo, pero nos molestaría mucho que nos lo tomasen al pie de la letra y se hiciese público lo que hemos dicho» En este sentido, el obispo hace notar con mucha precisión:
«Las palabras de autodesprecio, si no salen de un corazón lleno de cordialidad y bien persuadido de su propia miseria, son la flor más refinada de la vanidad, ya que es raro que quien las profiere se las crea, o desee realmente que se las crean quienes le escuchan».
¡Qué complejo es el hombre y qué difícil le resulta ser sencillo, si es que llega a lograrlo alguna vez! San Francisco de Sales ha dicho la verdad:
«El espíritu humano da tantos rodeos y vueltas, sin que nos demos cuenta, que es imposible que no salga algo al exterior; por eso, a quien menos se le note, es el mejor».”
Contemplemos algunas de esas señales que el ojo observador del obispo ha captado con agudeza:
«El que habla mal de sí mismo, busca directamente la alabanza y actúa como el remero, que da la espalda al lugar a dónde quiere llegar»."
De igual modo, la palabra enmascara muchas veces el pensamiento que debiera expresar. Por eso, san Francisco de Sales aconseja no hablar de uno mismo, «ni para bien ni para mal, sino por pura necesidad; y, aun entonces, con mucha sobriedad».Así es como evitaremos la vanidad:
«Sin duda, quien habla poco de sí mismo hace muy bien, porque, ya lo hagamos para acusarnos o excusarnos, ya para alabarnos o despreciarnos, veremos que siempre las palabras sirven para alimentar nuestra vanidad. Por tanto, salvo que una gran caridad nos exija hablar de nosotros y de nuestra familia, deberíamos permanecer callados».
Además, san Francisco nos invita a seguir la regla de los santos:
«Tomad buena nota de la regla de los santos, que a todos los que quieren llegar a serlo, les invitan a que hablen poco o nada de sí mismos y de sus cosas»."
¿Tendremos, entonces, que guardar silencio por miedo de atraernos alabanzas o por temor de ser hipócritas, puesto que no obramos tan bien como decimos? A esta pregunta que le hace alguien con quien mantenía correspondencia, contesta el obispo lo siguiente:

«No hay que hacer ni decir nada para que se nos alabe, ni dejar de decir o de hacer nada por temor de ser alabados. Y no es ser hipócrita el no actuar tan perfectamente como decimos, porque, ¡Dios mío!, ¡qué sería de nosotros! En ese caso yo mismo tendría que callarme para no ser hipócrita, puesto que si hablo de la perfección, pensarían que me creo perfecto. No, mi querida hija, no creo ser perfecto cuando hablo de la perfección; como tampoco me creo italiano cuando hablo esa lengua. Pero creo entender el lenguaje de la perfección, porque lo he aprendido de los que lo sabían».''
«Decid siempre `sí' cuando es sí y `no' cuando es no», enseñaba Jesús. San Francisco de Sales se atiene estrictamente a esta regla:
«Los hijos de Dios, nos dice, caminan sin rodeos y no tienen repliegues en el corazón».''Y Dios los colma de bendiciones.
«Deseáis no mentir nunca; ése es el gran secreto para atraer a nuestro corazón el Espíritu de Dios. Señor, ¿quién habitará en vuestros tabernáculos?, dice David. Y responde: Aquel que dice la verdad de todo corazón».''
Pero para no exponerse a mentir, hay que vigilar la lengua, mortificarla y unir a la sobriedad de las palabras una dulce afabilidad.
«Apruebo que se hable poco, siempre que ese poco se haga con agrado y caridad, sin melancolía ni artificios. Sí, hablad poco y dulcemente, poco y bien, poco y con modestia, poco y con verdad, poco y con amabilidad»."
Se arriesgan a no observar todo esto quienes dan libre curso a la viveza de su espíritu. Las agudezas, las réplicas espirituales y rebuscadas, suenan a afectación y a vanidad y están muy lejos de la modestia. «No estoy satisfecho de lo que os dije el otro día, al contestar vuestra primera carta, sobre esas réplicas mundanas y esa viveza de vuestro espíritu que os impulsa a ellas. Hija mía, poned empeño en mortificaros en esto; haced a menudo la señal de la Cruz sobre vuestra boca, para que se abra sólo para Dios. Ciertamente, a veces da mucha vanidad el resultar gracioso y ocurrente y con frecuencia se manifiesta el orgullo antes en el espíritu que en el rostro. Se atrae con las palabras tanto como por las miradas. No es bueno andar empinados ni con el espíritu ni con el cuerpo, porque, si se tropieza, la caída será más dura. Así pues, ¡ánimo, hija! Poned mucho cuidado en podar poco a poco esas ramas superfluas de vuestro árbol y mantened vuestro corazón muy humilde y tranquilo, al pie de la Cruz»."

¿Y qué decir de aquéllos que para no mentir emplean equívocos, o sea, palabras de doble sentido, con las que pretenden «salir del paso sin decir la verdad» y, en definitiva, «mentir con tranquilidad de conciencia»" A esto lo llamaba san Francisco de Sales «canonizar la mentira».
«Quienes creen salvar la verdad mediante este artificio, decía, la matan y la sofocan doblemente, porque nada hay que ofenda tanto a la verdad y a la sencillez como la doblez. ¿Y hay algo que tenga más doblez que un equívoco?».Donde especialmente se impone la franqueza es al acusarnos de nuestros pecados en la confesión. A la Sra. de Chantal, que le había confiado las dificultades que a este respecto tenía una de sus amigas, le escribía así san Francisco de Sales:
«Quitadle toda aprensión que le haga sufrir en lo que a esto se refiere, ya que, en verdad, la primera y principal base de la sencillez cristiana está en la franqueza en confesar los pecados, cuando hay necesidad, claramente y sin rodeos, sin miedo a que los oiga el confesor, que está allí precisamente no para escuchar virtudes, sino toda clase de pecados.Por tanto, que con decisión y valor descargue su conciencia con gran humildad y desprecio de sí misma, sin miedo a dejar ver su miseria a aquél por cuyo intermedio Dios la quiere curar».
En ciertas circunstancias más delicadas, la naturalidad exigirá que se evite amablemente una discusión: «A menudo os encontraréis entre las gentes de mundo, que, según acostumbran, se burlarán de todo lo que vean, o crean ver en vos, que sea contrario a sus miserables inclinaciones. No perdáis el tiempo discutiendo con ellos ni mostréis tristeza ante sus ataques; al contrario, reíos con alegría de sus risas, despreciad sus desprecios, tomad a broma sus reproches, burlaos delicadamente de sus burlas y, sin hacerles caso, seguid siempre gozosa en el servicio de Dios, y en la oración encomendad a esos pobres espíritus a la divina misericordia. Son dignos de compasión, pues no saben divertirse más que riéndose y mofándose de lo que merece respeto y reverencia».
A veces, lo mejor será guardar silencio:«En las conversaciones, mi querida hija, que no os inquiete nada de lo que allí se diga o cómo se diga; pues, si es malo, serviréis a Dios apartando vuestro corazón de ello, sin mostrar asombro o enfado, puesto que no podéis hacer nada para evitar las malas palabras de quienes quieren decirlas; y dirán otras peores si ven que tratáis de impedírselo. Obrando así permaneceréis inocente entre los silbidos de las serpientes y, lo mismo que a las hermosas fresas, no os hará daño ningún veneno aunque tratéis con lenguas venenosas».



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