EN LAS FUENTES DE LA ALEGRÍA (008)
SAN FRANCISCO DE SALES
(Recopilación y engarce de textos por el canónigo F. Vidal)
La sencillez en el lenguaje
La
sencillez en el lenguaje se manifiesta por la franqueza. Y ésta debe ser
bastante rara, puesto que el santo no esconde su admiración cuando, por
casualidad, la encuentra.
Después de
predicar la cuaresma en Grenoble, Francisco de Sales quiso visitar la Gran
Cartuja. Allí fue recibido con mucha consideración por el prior del monasterio,
que era también el General de la Orden. Éste estuvo un rato conversando con su
ilustre huésped y luego se despidió de él, para ir a maitines, pues se
celebraba la fiesta de «un santo muy venerado en la Orden».
Al dirigirse
a su celda, el prior encontró en su camino a uno de sus consejeros, que le
preguntó a dónde iba y dónde había dejado al obispo de Ginebra.
-«Lo he
dejado en su habitación -contestó el prior- y me he despedido de él para
prepararme en nuestra celda y acudir a maitines, con motivo de la fiesta de
mañana.
-Reverendo Padre, le contestó el religioso, ciertamente sabéis muy
poco de las ceremonias del mundo. Y lo habéis dejado por una simple fiesta de
la orden; ¿es que tenemos todos los días prelados de esa categoría en este
desierto? ¿No sabéis que Dios se complace en los sacrificios de la
hospitalidad? Siempre tendréis tiempo para cantar las alabanzas de Dios;
maitines no os faltarán otros días; y ¿quién mejor que vos, puede atender a un
prelado tan importante? ¡Qué vergüenza para esta casa que le hayáis dejado solo!
-Hijo mío, respondió el prior, creo que tenéis razón y que he obrado mal».
E
inmediatamente volvió con el obispo de Ginebra. Y ¿qué creéis que le dijo el
prior para pedirle disculpas por su incorrección? Simplemente esto:
«Monseñor,
cuando me marchaba, encontré uno de mis consejeros que me dijo que había
cometido una incorrección al dejaros solo y que podría rezar maitines otras
veces, pero que no todos los días tendríamos aquí al obispo de Ginebra. Pensé
que tenía razón y por eso he vuelto a pediros perdón y rogaros que excuséis mi
falta, pues os aseguro que lo hice sin pensar. Os digo la verdad».
El obispo
quedó asombrado. Puso este hecho por las nubes, y admiró al prior más que si le
hubiera visto hacer un milagro.
Un día, recibió una carta de una de sus Hijas
de la Visitación, en la que ésta se acusaba de haber tenido un pequeño
sentimiento de envidia y antipatía para con una Hermana, en circunstancias que
nos son desconocidas y que hacían especialmente penosa la confesión. Ante esta
confidencia, el santo exultaba de gozo y no pudo contener su admiración:
«Vuestra carta ha embalsamado mi corazón con
una fragancia tan deliciosa, que hacía mucho tiempo que no leía nada que me
produjera tan perfecto consuelo... ¡Dios mío, qué satisfacción para el corazón de
un padre tan amante, escuchar al de su querida hija que le confiesa haber sido
envidiosa y mala! ¡Feliz envidia que ha provocado tan ingenua confesión! Al
escribir vuestra carta, hacían vuestras manos un acto más valiente que los que
hizo Alejandro...».
Y es que la
franqueza no se da con frecuencia, porque es difícil; es costosa para nuestro
orgullo. Es tal nuestra vanidad, que preferimos hablar mal de nosotros mismos,
para ser notados, antes que guardar silencio y pasar inadvertidos. El desprecio
nos parece menos duro que el olvido.
Claro está
que, desde luego, contamos con que nadie va a creer lo que decimos.
«Muchas
veces decimos que no somos nada, que somos la miseria misma y el desecho del
mundo, pero nos molestaría mucho que nos lo tomasen al pie de la letra y se
hiciese público lo que hemos dicho» En este sentido, el obispo hace notar con
mucha precisión:
«Las
palabras de autodesprecio, si no salen de un corazón lleno de cordialidad y
bien persuadido de su propia miseria, son la flor más refinada de la vanidad,
ya que es raro que quien las profiere se las crea, o desee realmente que se las
crean quienes le escuchan».
¡Qué
complejo es el hombre y qué difícil le resulta ser sencillo, si es que llega a
lograrlo alguna vez! San Francisco de Sales ha dicho la verdad:
«El espíritu
humano da tantos rodeos y vueltas, sin que nos demos cuenta, que es imposible
que no salga algo al exterior; por eso, a quien menos se le note, es el
mejor».”
Contemplemos
algunas de esas señales que el ojo observador del obispo ha captado con
agudeza:
«El que
habla mal de sí mismo, busca directamente la alabanza y actúa como el remero,
que da la espalda al lugar a dónde quiere llegar»."
De igual
modo, la palabra enmascara muchas veces el pensamiento que debiera expresar.
Por eso, san Francisco de Sales aconseja no hablar de uno mismo, «ni para bien
ni para mal, sino por pura necesidad; y, aun entonces, con mucha sobriedad».Así
es como evitaremos la vanidad:
«Sin duda,
quien habla poco de sí mismo hace muy bien, porque, ya lo hagamos para
acusarnos o excusarnos, ya para alabarnos o despreciarnos, veremos que siempre
las palabras sirven para alimentar nuestra vanidad. Por tanto, salvo que una
gran caridad nos exija hablar de nosotros y de nuestra familia, deberíamos
permanecer callados».
Además, san
Francisco nos invita a seguir la regla de los santos:
«Tomad buena
nota de la regla de los santos, que a todos los que quieren llegar a serlo, les
invitan a que hablen poco o nada de sí mismos y de sus cosas»."
¿Tendremos,
entonces, que guardar silencio por miedo de atraernos alabanzas o por temor de
ser hipócritas, puesto que no obramos tan bien como decimos? A esta pregunta
que le hace alguien con quien mantenía correspondencia, contesta el obispo lo
siguiente:
«No hay que hacer ni decir nada para que se nos alabe, ni dejar de
decir o de hacer nada por temor de ser alabados. Y no es ser hipócrita el no
actuar tan perfectamente como decimos, porque, ¡Dios mío!, ¡qué sería de
nosotros! En ese caso yo mismo tendría que callarme para no ser hipócrita,
puesto que si hablo de la perfección, pensarían que me creo perfecto. No, mi
querida hija, no creo ser perfecto cuando hablo de la perfección; como tampoco
me creo italiano cuando hablo esa lengua. Pero creo entender el lenguaje de la
perfección, porque lo he aprendido de los que lo sabían».''
«Decid
siempre `sí' cuando es sí y `no' cuando es no», enseñaba Jesús. San Francisco
de Sales se atiene estrictamente a esta regla:
«Los hijos
de Dios, nos dice, caminan sin rodeos y no tienen repliegues en el corazón».''Y
Dios los colma de bendiciones.
«Deseáis no
mentir nunca; ése es el gran secreto para atraer a nuestro corazón el Espíritu
de Dios. Señor, ¿quién habitará en vuestros tabernáculos?, dice David. Y
responde: Aquel que dice la verdad de todo corazón».''
Pero para no
exponerse a mentir, hay que vigilar la lengua, mortificarla y unir a la
sobriedad de las palabras una dulce afabilidad.
«Apruebo
que se hable poco, siempre que ese poco se haga con agrado y caridad, sin
melancolía ni artificios. Sí, hablad poco y dulcemente, poco y bien, poco y con
modestia, poco y con verdad, poco y con amabilidad»."
Se arriesgan a no observar todo esto quienes
dan libre curso a la viveza de su espíritu. Las agudezas, las réplicas
espirituales y rebuscadas, suenan a afectación y a vanidad y están muy lejos de
la modestia. «No estoy satisfecho de lo que os dije el otro día, al contestar
vuestra primera carta, sobre esas réplicas mundanas y esa viveza de vuestro
espíritu que os impulsa a ellas. Hija mía, poned empeño en mortificaros en
esto; haced a menudo la señal de la Cruz sobre vuestra boca, para que se abra
sólo para Dios. Ciertamente, a veces da mucha vanidad el resultar gracioso y
ocurrente y con frecuencia se manifiesta el orgullo antes en el espíritu que en
el rostro. Se atrae con las palabras tanto como por las miradas. No es bueno
andar empinados ni con el espíritu ni con el cuerpo, porque, si se tropieza, la
caída será más dura. Así pues, ¡ánimo, hija! Poned mucho cuidado en podar poco
a poco esas ramas superfluas de vuestro árbol y mantened vuestro corazón muy
humilde y tranquilo, al pie de la Cruz»."
¿Y qué decir
de aquéllos que para no mentir emplean equívocos, o sea, palabras de doble
sentido, con las que pretenden «salir del paso sin decir la verdad» y, en
definitiva, «mentir con tranquilidad de conciencia»" A esto lo llamaba san
Francisco de Sales «canonizar la mentira».
«Quienes
creen salvar la verdad mediante este artificio, decía, la matan y la sofocan
doblemente, porque nada hay que ofenda tanto a la verdad y a la sencillez como
la doblez. ¿Y hay algo que tenga más doblez que un equívoco?».Donde
especialmente se impone la franqueza es al acusarnos de nuestros pecados en la
confesión. A la Sra. de Chantal, que le había confiado las dificultades que a
este respecto tenía una de sus amigas, le escribía así san Francisco de Sales:
«Quitadle
toda aprensión que le haga sufrir en lo que a esto se refiere, ya que, en
verdad, la primera y principal base de la sencillez cristiana está en la
franqueza en confesar los pecados, cuando hay necesidad, claramente y sin
rodeos, sin miedo a que los oiga el confesor, que está allí precisamente no
para escuchar virtudes, sino toda clase de pecados.Por tanto, que con decisión
y valor descargue su conciencia con gran humildad y desprecio de sí misma, sin
miedo a dejar ver su miseria a aquél por cuyo intermedio Dios la quiere curar».
En ciertas
circunstancias más delicadas, la naturalidad exigirá que se evite amablemente
una discusión: «A menudo os encontraréis entre las gentes de mundo, que, según
acostumbran, se burlarán de todo lo que vean, o crean ver en vos, que sea
contrario a sus miserables inclinaciones. No perdáis el tiempo discutiendo con
ellos ni mostréis tristeza ante sus ataques; al contrario, reíos con alegría de
sus risas, despreciad sus desprecios, tomad a broma sus reproches, burlaos
delicadamente de sus burlas y, sin hacerles caso, seguid siempre gozosa en el
servicio de Dios, y en la oración encomendad a esos pobres espíritus a la
divina misericordia. Son dignos de compasión, pues no saben divertirse más que
riéndose y mofándose de lo que merece respeto y reverencia».
A
veces, lo mejor será guardar silencio:«En las conversaciones, mi querida hija,
que no os inquiete nada de lo que allí se diga o cómo se diga; pues, si es
malo, serviréis a Dios apartando vuestro corazón de ello, sin mostrar asombro o
enfado, puesto que no podéis hacer nada para evitar las malas palabras de
quienes quieren decirlas; y dirán otras peores si ven que tratáis de
impedírselo. Obrando así permaneceréis inocente entre los silbidos de las
serpientes y, lo mismo que a las hermosas fresas, no os hará daño ningún veneno
aunque tratéis con lenguas venenosas».
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